La mañana del 8 de noviembre de 1985, Bogotá hablaba en susurros. El Palacio de Justicia, donde días atrás deliberaban los magistrados, yacía irreconocible. En los televisores se repetía la alocución del presidente Belisario Betancur, quien asumió “la responsabilidad” por la orden de retomar el edificio por la fuerza. En la radio, como un eco doloroso, resonaba el ruego del presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía: “¡Que cese el fuego!”.
Al día siguiente, cuando el humo todavía se alzaba sobre la Plaza de Bolívar, comenzaron a circular las primeras versiones, tanto oficiales como subversivas, de lo ocurrido. El 9 de noviembre, tanto el Gobierno como el M-19 presentaron su relato de los hechos.
La versión del Estado
Ese 9 de noviembre, los principales diarios, entre ellos La Opinión, publicaron el comunicado oficial del Gobierno y las declaraciones militares. En ellas, el Estado atribuía toda la responsabilidad al M-19 y reivindicaba la actuación de las Fuerzas Armadas.
El ministro de Defensa, general (r) Miguel Vega Uribe, declaró que la operación había sido “una victoria de la democracia sobre el terrorismo”. En la misma línea, el comandante del Ejército, general Rafael Samudio Molina, aseguró que lo ocurrido constituía “un ejemplo al mundo de cómo se debe actuar ante quienes amenazan las instituciones”.
Los titulares de prensa hablaban de “acto de barbarie”, “ataque contra la democracia” y “defensa del orden constitucional”. La retoma fue presentada como un éxito militar frente al terrorismo, y los funerales de Estado reforzaron esa narrativa: la de un país que había salvado sus instituciones al costo de un sacrificio inevitable.
El comunicado insurgente
Ese mismo día, en algunos círculos políticos y universitarios, se difundió el número 117 del periódico ¡Oiga Hermano!, bajo el título “El M-19 sí responde”. Eran fotocopias dobladas y distribuidas discretamente en cafeterías, sindicatos y otros espacios.
El texto iniciaba diciendo: “Asumimos la responsabilidad de nuestra acción con mirada limpia, dignidad, y con el dolor profundo por el sacrificio de hombres y mujeres que no participaron en el enfrentamiento directo.”
Acto seguido, la organización culpaba al Gobierno de haber convertido la toma en un “holocausto total”, al negarse a negociar y optar, según ellos, por “una operación de aniquilamiento masivo”.
El documento buscaba redefinir la toma armada del Palacio como una “demanda” política contra el presidente Betancur, a quien acusaban de “traicionar el proceso de paz”. Negaba amenazas a los rehenes, insistía en que se había intentado dialogar y concluía con una arenga:
“Por toda Colombia se levantan los puños dispuestos a empuñar las armas de quienes combatieron con honor.”
El panfleto no pedía perdón; defendía la acción guerrillera como un acto político.
Las primeras fisuras entre versiones
La unanimidad que caracteriza la versión institucional comenzó a resquebrajarse en los días siguientes.
El 11 de noviembre, el procurador general Carlos Jiménez Gómez se apartó de la línea oficial: “No comparto la solución militar que se dio a este problema, ni la manera como fue manejada por el Gobierno.”
Su declaración abrió preguntas sobre el uso desproporcionado de la fuerza y el manejo de evidencias durante la retoma.
Poco después, el Tribunal Superior de Bogotá expresó públicamente su indignación:
“Deplora este Tribunal que el presidente, los altos mandos militares, el Congreso, las clases políticas y directivas del país [...] hubieran decidido, ahora sí, cuando estaba en juego la vida de los honorables magistrados y otras personas inocentes, utilizar el método de la fuerza pública.”
Era la primera vez que desde la justicia, la cual era de las múltiples víctimas, se cuestionaba abiertamente la actuación del Ejecutivo y de las Fuerzas Armadas.
La prensa y la opinión
En los días siguientes, los periódicos reflejaron ese contraste de versiones. Si bien había consenso sobre el carácter trágico del episodio, comenzaron a aparecer interrogantes.
Reporteros recogían testimonios de sobrevivientes y familiares que hablaban de personas vistas con vida y luego desaparecidas. Empleados de la cafetería, visitantes y funcionarios aparecían mencionados en listas incompletas. La palabra “desaparecidos” comenzó a colarse en columnas y reportajes, y la versión de un operativo “sin errores” empezó a tambalear.
Un país sin respuestas
Fue así que entre el 8 y el 15 de noviembre se consolidaron dos narrativas opuestas:
Para el gobierno, el asalto fue un acto terrorista; para la guerrilla, un juicio político frustrado por la violencia estatal. Entre ambas quedaron las víctimas: magistrados, rehenes, empleados, soldados.
Las familias iniciaron su propia búsqueda. En la Plaza de Bolívar, frente a las ruinas del edificio, colgaron fotografías y exigieron listas completas de los muertos y los sobrevivientes. Los periódicos registraban su desesperación, pero no había respuestas oficiales.
Tomaría años llegar a las primeras conclusiones, y, aún hoy, muchas de ellas siguen generando dudas.
