Gloria Diaz

Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado; Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre desarrollo; especialista tanto en Gestión Regional del Desarrollo como en Gestión Pública e Instituciones Administrativas de la Universidad de los Andes. Tiene amplio conocimiento y experiencia en agenda legislativa y control fiscal, y un gran interés por la implementación, ejecución y evaluación de políticas públicas. Gerenció la Contraloría General de la República en el departamento de Boyacá. Así mismo, fue Edilesa de la localidad de Santa Fe.

Gloria Diaz

Columna: Paz y Reconciliación: desarmar la palabra para construir país

Colombia ha vivido demasiadas décadas en medio del dolor, la rabia y el miedo. Las balas, los estallidos, las masacres y los atentados terroristas han marcado generaciones completas, dejando huellas en el cuerpo social que no se borran con facilidad. 

En los últimos meses, el país ha vuelto a sentir el estremecimiento de la violencia: policías asesinados, explosivos en vías públicas, comunidades confinadas por grupos armados ilegales y amenazas crecientes en varias regiones. Esta realidad nos interpela como sociedad y como Estado, pero sobre todo nos exige dejar de normalizar la muerte. El conflicto colombiano no es una herida cerrada; es una herida que sigue abierta porque no hemos hecho lo suficiente para curarla desde su raíz.

Los recientes atentados en Cauca, Arauca y el sur de Bolívar son solo un reflejo de una fractura más profunda: la ausencia del Estado en amplios territorios, la falta de oportunidades y la desesperanza que se apodera de miles de familias que no encuentran ni respaldo ni caminos de vida dignos. La Fundación Paz & Reconciliación advirtió que solo entre enero y abril de 2025 hubo más de 60 acciones armadas atribuidas a grupos como el Estado Mayor Central y el Clan del Golfo, afectando directamente a la población civil. Esta violencia no es solo el resultado de ideologías enfrentadas; es, en buena parte, la consecuencia del abandono estatal, de la pobreza crónica, del olvido sistemático.

Durante décadas, los territorios más vulnerables del país han sido vistos como periferias, como zonas marginales, cuando en realidad son el corazón de la riqueza natural y cultural de Colombia. El conflicto armado ha sido más intenso en esos lugares, precisamente porque la institucionalidad llegó tarde, mal o nunca. Según el DANE, el 49,5% de los municipios PDET aún tiene indicadores de pobreza multidimensional superiores al 60%. Y no podemos hablar de paz mientras haya niños que se acuestan sin comer, madres que deben caminar dos horas para llegar a un puesto de salud y jóvenes que ven en la guerra una forma de sobrevivir.

En este contexto, no basta con firmar acuerdos de paz. La paz real no se firma: se construye todos los días, en las calles, en las aulas, en las veredas y en las conversaciones cotidianas. Y para construirla necesitamos algo más que recursos. Necesitamos voluntad política, coherencia ética y una ciudadanía que se apropie del proceso. La violencia en Colombia no es sólo armada; también es simbólica, emocional y estructural. Por eso es urgente desarmar también las palabras. No puede ser que, desde los medios de comunicación, desde las redes sociales y desde el discurso político se siga sembrando odio, miedo y polarización.

Cuando un dirigente político insulta, minimiza el dolor ajeno o justifica la violencia, está abonando el terreno para más conflictos. Las palabras tienen peso. La historia nos ha mostrado que los discursos de odio pueden ser tan letales como un fusil. Bajarle el tono al lenguaje de confrontación no significa ser tibio; significa ser responsable. En un país que ha sufrido tanto, se necesita valentía para invitar al diálogo, para tender puentes, para poner la dignidad humana por encima de las diferencias ideológicas.

Ahora, uno de los desafíos más grandes que tenemos como nación es el de gestionar nuestras emociones colectivas. Colombia ha vivido atrapada en una espiral de miedo, rabia y desconfianza. En ese contexto, las respuestas violentas parecen legítimas, incluso deseables. Pero ese camino ya lo recorrimos, y el saldo fue trágico: más de nueve millones de víctimas reconocidas oficialmente, más de 260.000 muertos según el Centro Nacional de Memoria Histórica, y una sociedad fracturada. Tenemos que aprender a tramitar el conflicto de otra manera. Y eso pasa por desaprender las conductas violentas que durante tanto tiempo normalizamos.

Desaprender no es fácil. Requiere reconocer que muchas de las respuestas que aprendimos para sobrevivir en medio de la guerra hoy ya no sirven. Requiere abrirse al cuestionamiento, al cambio y a la construcción de nuevos referentes colectivos. Pero si no lo hacemos, seguiremos reproduciendo los mismos ciclos de violencia. Nos toca aprender a ser críticos sin ser violentos, a exigir sin destruir, a denunciar sin deshumanizar al otro. La construcción de un nuevo país pasa también por la pedagogía emocional.

Asimismo, debemos dejar de actuar como si la paz fuera solo una responsabilidad del Gobierno o de las Fuerzas Armadas. La paz es un proyecto colectivo. Nos necesita a todos y todas. Y sobre todo necesita un sentido común compartido. Necesita que acordemos, como sociedad, que ninguna causa justifica el asesinato, que ningún interés político puede estar por encima del bienestar de las comunidades, que ningún discurso debería promover el exterminio del adversario. Es hora de preguntarnos qué país queremos dejarle a los que vienen después.

En ese sentido, el rol de los líderes políticos es determinante. No se trata solo de lo que generan - rabia, esperanza, miedo, polarización - sino de cómo lo gestionan. La responsabilidad que recae sobre quienes tienen voz pública no puede subestimarse. Un país como Colombia, con heridas tan profundas, necesita líderes que hablen con la verdad, pero también con compasión. Que no exacerben las divisiones, sino que convoquen a los encuentros. Que no instrumentalicen el dolor, sino que lo acompañen con propuestas reales de transformación.

No podemos seguir permitiendo que cada nuevo atentado nos sorprenda como si fuera un hecho aislado. La violencia en Colombia tiene patrones, tiene causas y tiene beneficiarios. Hay quienes lucran del caos, del miedo y del conflicto. Y mientras no enfrentemos esas estructuras de poder ilegítimo, la paz seguirá siendo una promesa lejana. Se requiere una política criminal más efectiva, pero también una política social que llegue antes de que lleguen los fusiles. La seguridad sin inclusión es represión. Y la inclusión sin seguridad es ingenuidad.

De igual forma, se requiere fortalecer los mecanismos de justicia transicional, darle más respaldo a la JEP y a la Comisión de la Verdad, y garantizar que las víctimas estén en el centro del proceso. No puede haber reconciliación sin verdad. No puede haber perdón sin justicia. Pero tampoco puede haber justicia si el Estado sigue ausente o capturado por intereses particulares. La lucha contra la impunidad es también una forma de prevenir nuevos ciclos de violencia.

En paralelo, necesitamos que los medios de comunicación asuman una postura ética frente al tratamiento del conflicto. No se trata de censura, sino de responsabilidad. La forma como se informa se editorializa y se construye opinión pública influye profundamente en las emociones colectivas. El país no necesita más titulares sensacionalistas ni debates polarizantes; necesita más periodismo comprometido con la vida, con la memoria y con la convivencia.

También es tiempo de darle más protagonismo a las comunidades. Las iniciativas de paz que surgen desde los territorios son las que han demostrado mayor sostenibilidad. Mujeres lideresas, procesos juveniles, organizaciones campesinas e indígenas llevan décadas sosteniendo la esperanza con pocos recursos y mucho coraje. El Estado debe dejar de verlas como actores marginales y empezar a reconocerlas como sujetos políticos fundamentales para la paz.

No olvidemos que la violencia es también un síntoma de una pobreza estructural que no hemos querido resolver. En Colombia, el 42% de la población vive en condiciones de pobreza monetaria, y en regiones como La Guajira, el Chocó o el sur de Córdoba, esa cifra supera el 60%. Mientras la pobreza siga siendo tan alta, siempre habrá condiciones para que grupos ilegales recluten, extorsionen y dominen. Atacar la pobreza no es solo un tema económico: es una decisión ética y política para cerrar la puerta a la guerra.

Al mismo tiempo, debemos reconocer que la mayoría de quienes hoy siembran terror y muerte en los territorios son jóvenes que fueron víctimas antes que victimarios. Jóvenes que crecieron sin escuela, sin oportunidades, sin futuro. La violencia no se erradica solo con operativos militares: se previene con educación, con cultura, con acceso a empleo digno. La paz que soñamos necesita inversión sostenida, no solo discursos grandilocuentes.

Finalmente, y como reflexión, Colombia no puede seguir viviendo al filo del abismo. La paz no es una utopía, pero tampoco se logra con atajos ni discursos vacíos. Se necesita verdad, justicia, voluntad política y compromiso ciudadano. Se necesita desarmar no solo los fusiles, sino también las palabras, los odios, las inercias que nos impiden reconocernos como iguales. Es hora de construir un país en el que quepamos todos. Un país donde la reconciliación no sea un eslogan sino una práctica cotidiana. Y para eso, el primer paso es dejar de vernos como enemigos. Porque si no somos capaces de hablar sin destruirnos, tampoco podremos vivir en paz.

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