Hace unos días, el escritor y periodista norteamericano Thomas L. Friedman encabezó un artículo en The New York Times recordando una de sus reglas cardinales para el ejercicio de este oficio: “cuando veas elefantes volando, no te rías, toma nota. Porque si ves elefantes volando, está pasando algo muy distinto que tú no entiendes, pero que tú y tus lectores necesitan entender”.
Veo elefantes sobre nuestras cabezas en Colombia hace tiempo: la extraña agenda de trabajo del presidente Gustavo Petro; su delirio adolescente de creerse un líder mundial; el desprecio olímpico con el que trata a las víctimas de la violencia guerrillera; la impudicia de sus malas compañías, —y no estoy hablando de problemas al sur del ombligo, sino de su ocurrencia con delincuentes en una plaza pública de Medellín—; el apaciguamiento de la oposición ante el despelote nacional; la neutralización de los controles tradicionales del poder; el cuento chino de la paz total…
Como periodista que siguió muy de cerca el aterrizaje de Hugo Chávez en Venezuela (lo vi en directo jurar el cargo sobre la “moribunda Constitución”, que se encargó de eliminar en cuanto pudo), y la evolución de los hechos por todos conocidos después, no dejo de pensar en la frase repetida hasta el cansancio por nuestros vecinos a comienzos de siglo, y que hoy suena trágicamente ingenua: “Venezuela no es Cuba, aquí no va a pasar eso”. No pasó exactamente eso. Pasó algo más sutil, más lento y, a la postre, más devastador: la demolición progresiva de una democracia desde dentro, utilizando sus propias reglas. Colombia se asoma hoy a un dilema parecido.
La eventual candidatura presidencial de Iván Cepeda no debe analizarse desde la caricatura ni desde el insulto fácil (a pesar de elefantes que echó a volar la semana pasada pidiendo, junto a otros 29 senadores, la liberación del grupo de delincuentes juveniles autodenominados Brigada Clandestina del Pueblo). Sería un error ignorar o despreciar sus propuestas. Cepeda no es un agitador desordenado e impulsivo. Es, por el contrario, un político ideológico, disciplinado y paciente (un pequeño detalle: llegó puntual al club El Nogal a un encuentro con empresarios y subrayó que él no era como Petro). Precisamente por eso representa una amenaza más seria para la democracia colombiana que la que encarnó Gustavo Petro.
Petro, lo repito, ha sido un presidente errático, distraído por sus propios demonios personales, incapaz de imponer un rumbo coherente a su gobierno. Su más de medio centenar de ministros en lo que lleva de mandato nos permite hacerse una idea al respecto. Ha causado un daño enorme —institucional, económico y moral—, pero no ha conseguido llevar a Colombia por la senda cubana o venezolana. No por convicción democrática, sino por pura incompetencia.
Cepeda es otra cosa. Su proyecto no es el del asalto frontal, sino el de la ocupación progresiva. No busca destruir las instituciones de golpe, sino vaciarlas de contenido. No proclama la abolición de la propiedad privada, sino su subordinación al “interés social”. No propone cerrar el Congreso, sino deslegitimar a quienes discrepan. No declara la guerra a Estados Unidos, pero instala un relato antioccidental que erosiona las alianzas estratégicas tradicionales del país.
Quien piense que el peligro solo existe cuando se anuncian expropiaciones masivas o se suspenden elecciones no ha entendido nada de la experiencia latinoamericana de las últimas décadas. El autoritarismo moderno ya no entra con las botas y espadones militares del pasado: entra con leyes (y no solo en Latinoamérica), llega con discursos morales y con una retórica de justicia social que convierte al Estado en árbitro absoluto de la vida económica y política. Y tengámoslo claro: la tentación de una asamblea constituyente no es un accidente retórico por estos lares. Ningún gobierno de izquierda en Latinoamérica ha renunciado a reescribir las reglas del juego una vez alcanzado el poder. Le doy solo unas semanas a Cepeda, si llega al Palacio de Nariño, para verlo partir ese aguacate.
Vivimos en Colombia un momento especialmente peligroso: candidatos presidenciales de centro y de derecha fragmentados, ensimismados en disputas menores, incapaces de articular una alternativa seria, moderna y democrática. La historia reciente demuestra que la izquierda autoritaria rara vez gana por mayoría entusiasta: gana por agotamiento, por abstención o por división de sus adversarios. Sin ir más lejos recordemos lo que pasó aquí el 29 de mayo de 2022.
No digo que Colombia esté condenada a repetir el camino de Venezuela. Lo que sí digo es que no está inmunizada. Las democracias no suelen morir de manera espectacular, sino por acumulación de pequeñas cesiones, de silencios cómplices y de advertencias ignoradas. Cuando eso ocurre, siempre hay quien dice después que no lo vio venir. En Colombia, hoy, el elefante ya está en el aire.
Adenda: Con esta última columna quiero agradecer al equipo de KIENYKE por su ayuda, y por haber contado con mi colaboración.
