La inscripción del Comité Promotor de la Asamblea Nacional Constituyente que se dio esta semana es el punto de partida de una discusión de fondo sobre quién manda en Colombia cuando el cambio social se vuelve incómodo para los de siempre.
Conviene decirlo sin enredos. Una Asamblea Nacional Constituyente es una instancia de deliberación integrada por delegados elegidos por voto popular, a quienes se les encarga reformar la Constitución. Es, en sentido estricto, la expresión más alta del poder constituyente del pueblo: la posibilidad de que la ciudadanía no solo elija gobiernos, sino que también redefina las reglas de juego cuando el orden institucional se convierte en un candado contra los derechos.
¿Para qué una Constituyente? Para responder a una pregunta que el país viene pateando hace décadas: si la Constitución del noventa y uno prometió un Estado social de derecho, ¿por qué tantos derechos se quedaron como letra bonita, mientras el poder real se concentró en pocos? La experiencia reciente —con reformas sociales empantanadas, con instituciones capturadas por intereses que se disfrazan de “técnica” y con una democracia donde la gente vota pero el dinero decide— muestra que el problema no es solo de gobierno: es de estructura. Y si la estructura está diseñada para bloquear, la discusión de una Constituyente deja de ser un capricho y se convierte en una salida democrática.
La ruta también debe explicarse con claridad, porque alrededor del tema circulan mitos, miedos y desinformación. La Constitución establece que la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente se hace mediante una ley aprobada por el Congreso, que debe someter a votación popular la decisión de convocarla, definiendo su competencia, período y composición. Y fija un umbral exigente: se entiende convocada si la aprueba, como mínimo, una tercera parte del censo electoral. No es un capricho, es un procedimiento constitucional, con reglas estrictas y con la última palabra en manos de la ciudadanía.
Ahora bien, lo que ocurre con el comité promotor le pone el primer músculo ciudadano a esa ruta. En Colombia existe el mecanismo de iniciativa popular, que permite a la gente respaldar con firmas proyectos que luego se tramitan ante las instituciones. Tras la inscripción del comité, la Registraduría verifica requisitos y, una vez surtida esa etapa, se habilita el tiempo para recolectar los apoyos ciudadanos. Esa fase de recolección tiene un plazo definido y reglas formales para garantizar transparencia, trazabilidad y control.
Pero el verdadero desafío no es solo jurídico: es territorial y pedagógico. Inscrito el comité nacional, lo que sigue —si el país quiere que esto sea un proceso serio, masivo y democrático— es que en los territorios se conformen comités departamentales y locales de la Constituyente. Su tarea no puede reducirse a “salir a recoger firmas” como si se tratara de una actividad logística. Tienen que liderar tres frentes al mismo tiempo: la recolección, sí, pero también los cabildos ciudadanos para discutir el contenido y el enfoque del proyecto de ley, y una estrategia de pedagogía pública que le devuelva a la gente la comprensión de lo que está en juego.
Los cabildos —llamémoslos cabildos constituyentes— deberían convertirse en la médula del proceso. Espacios abiertos, en barrios, veredas, universidades, sindicatos, plazas de mercado, comunidades étnicas, organizaciones de mujeres y juventudes. No para reemplazar el debate institucional, sino para obligarlo a escuchar. Allí es donde se debe discutir lo esencial: qué composición garantizará pluralidad real; cómo se asegura representación territorial y social, no solo de élites; cómo se delimita la competencia para que la Constituyente sea un mecanismo de ampliación de derechos y no de retroceso; cómo se blinda el proceso frente a la captura de los mismos poderes que hoy bloquean el cambio.
Tiene que haber una campaña cívica de gran escala, capaz de responder preguntas concretas con respuestas sencillas: qué es una Constituyente, qué no es, qué pasos exige, quién decide, por qué nadie está “cerrando el Congreso”, por qué no se trata de improvisación sino de soberanía popular enmarcada en la Constitución. La ciudadanía entiende que no se trata de acabar con la democracia: es profundizarla.
Quienes se oponen van a repetir el libreto de siempre: que es “inestabilidad”, que es “incertidumbre”, que es “polarización”. Lo dijeron en los noventa, cuando estudiantes y ciudadanía empujaron la idea de que el pueblo debía abrir el candado institucional. Lo dicen hoy, porque temen que la discusión constitucional vuelva a poner en el centro lo que han intentado mantener en la periferia: los derechos sociales como columna vertebral del Estado, la democratización real de la política, la descentralización efectiva y un modelo económico que premie la productividad y no la renta improductiva.
Por eso este día no debe leerse como un gesto simbólico más, sino como una invitación a organizarse. Antioquia, como todos los territorios, tiene que asumir su parte: conformar comités locales, abrir cabildos, explicar, convocar, debatir, disputar sentido común. Una Constituyente no se decreta desde un escritorio; se construye desde la calle, desde los territorios y desde la deliberación democrática.
Si el poder constituyente reside en el pueblo, entonces el primer acto de poder no es la elección de delegados ni la votación final: es la decisión de participar desde ya. Y esa decisión empieza con algo sencillo y contundente: una firma informada, un cabildo abierto, una conversación pública que le quite el monopolio de la “Constitución” a los que la usan para bloquear el cambio
