El mayor daño que Gustavo Petro le ha hecho a Colombia no se mide en pesos ni en leyes, sino en el alma del país. No es económico ni político: es moral. Ha reabierto heridas que creíamos cerradas y que hoy vuelven a doler como si el tiempo no hubiera pasado.
Durante décadas, Colombia intentó superar su pasado de violencia. Las víctimas del M-19, de las FARC, del narcotráfico y de tantas guerras absurdas emprendieron el largo y doloroso camino de perdonar sin olvidar. Muchos lo lograron: aprendieron a dormir en paz, a mirar hacia adelante, a reconstruir su vida. Entendieron que la única forma de no seguir siendo víctimas era cerrar la página y no permitir que los verdugos siguieran habitando su mente.
Pero todo eso se vino abajo con la llegada de Petro a la Presidencia. Cada vez que habla del grupo terrorista al que perteneció, cada vez que romantiza su pasado y llama “jóvenes rebeldes” a quienes secuestraron, asesinaron y sembraron el terror, reabre esas cicatrices que tanto costó cerrar. Su discurso no solo hiere: deshumaniza el dolor ajeno.
Porque ningún joven “rebelde” encierra a una estudiante de 19 años en un clóset durante casi dos años. Ningún soñador de buen corazón se toma el Palacio de Justicia con la ayuda del capo del narcotráfico para quemar los expedientes de los extraditables. Ningún idealista tortura, masacra o asesina. Eso no fue rebeldía: fue terrorismo. Y llamarlo de otra forma es una ofensa imperdonable a la memoria de quienes lo padecieron.
Esta semana, al cumplirse cuarenta años de la tragedia del Palacio de Justicia, el presidente tuvo otra de sus frases infames: calificó la toma como una “genialidad”. Y el país, con razón, estalló en indignación. ¿Genialidad? No. Fue una atrocidad financiada con la plata del narcotráfico. Fue el episodio más oscuro y cruel de nuestra historia contemporánea. Lo que sorprende no es solo la falta de empatía del presidente, sino la deformación moral que lo lleva a ver brillantez donde hubo barbarie.
Petro no solo ha dividido a Colombia políticamente. Ha resucitado los fantasmas del odio. Ha devuelto a las víctimas al punto cero de su duelo. Ha hecho que muchos, que por fin podían hablar de paz sin llorar, vuelvan a sentir el mismo nudo en la garganta que hace cuarenta años.
Y ese, sin duda, es su mayor legado: un país fracturado no solo por ideologías, sino por el alma. Un país al que le costará años —quizás generaciones— reconciliarse de nuevo. Porque la polarización política se supera con acuerdos. Pero las heridas del alma, esas que Petro ha vuelto a abrir con su palabra, tardarán mucho más en sanar.
Bastaba con su silencio para no revictimizar a las víctimas. Solo eso, pero estamos hablando de Petro: un hombre narcisista y ególatra, incapaz de contener la necesidad de alimentar su propio ego. Por eso, durante todo su mandato, nos ha restregado la bandera del M-19 como si fuera un honor, cuando en realidad es una vergüenza.
Y desde el primer día nos lo advirtió. Cuando subió al poder y pidió que trajeran la espada de Bolívar —la misma que el M-19 robó—, no fue un gesto de simbolismo histórico. Fue una advertencia. Con esa imagen nos anunció que había llegado para reescribir la historia del país. Pero no se lo permitiremos. La historia no la escriben los victimarios. La escriben los pueblos que se niegan a olvidar, las víctimas que sobreviven y los colombianos que, pese a todo, seguimos creyendo que la verdad y la memoria valen más que cualquier relato acomodado al poder.
El homenaje que el país les debe a las víctimas del Palacio de Justicia no se mide en ceremonias, sino en memoria. Recordar a los magistrados, empleados, soldados y civiles que murieron aquel día es hacer justicia con su historia y no permitir que el olvido los vuelva a matar.
