Durante décadas, Colombia ha construido su política social sobre una omisión fundamental: el trabajo de cuidado. Cuidar niños, personas mayores, personas con discapacidad o enfermas ha sido una tarea indispensable para el funcionamiento de la sociedad y de la economía, pero históricamente invisible para el Estado y para las cuentas nacionales. Esa omisión no es neutra: tiene rostro de mujer y es una de las principales fuentes de desigualdad económica, laboral y social en el país.
Las mujeres en Colombia dedican, en promedio, más del doble de tiempo que los hombres al trabajo no remunerado de cuidado. Según las Encuestas Nacionales de Uso del Tiempo, esta carga limita su participación en el mercado laboral, reduce sus ingresos, afecta su trayectoria profesional y las expone a mayores niveles de informalidad y pobreza. No se trata solo de una brecha de género: es un problema de productividad, de equidad y de desarrollo económico.
La economía del cuidado no es un asunto “social” separado de la economía “real”. Es parte central de ella. Sin cuidado, no hay fuerza laboral; sin fuerza laboral, no hay crecimiento. Cuando el cuidado recae casi exclusivamente en los hogares —y dentro de ellos, en las mujeres— el resultado es una asignación ineficiente del talento, una menor participación laboral femenina y una pérdida significativa de productividad para el país. Diversos estudios internacionales muestran que cerrar las brechas de participación laboral entre hombres y mujeres puede aumentar el PIB de manera sustancial en el mediano plazo.
¿Por qué, entonces, se ha invertido tan poco en políticas de cuidado? La respuesta es, en buena medida, de economía política. El cuidado ocurre mayoritariamente en el ámbito privado del hogar, no genera transacciones monetarias visibles y no tiene un grupo de interés organizado que lo defienda con fuerza en el debate público. Además, sus beneficios son de largo plazo, mientras que los costos fiscales son inmediatos. En sistemas políticos cortoplacistas, eso suele jugar en contra. Invertir en cuidado no da réditos electorales rápidos, aunque sí transforma estructuralmente las oportunidades de las personas.
Sin embargo, la evidencia muestra que invertir en cuidado es una de las políticas públicas más costo-efectivas que existen. La expansión de servicios de cuidado infantil, atención a la dependencia y esquemas de corresponsabilidad permite que más mujeres trabajen, estudien o emprendan; mejora el desarrollo cognitivo y socioemocional de los niños; reduce la pobreza intergeneracional y fortalece la cohesión social. No es solo gasto social: es inversión en capital humano.
Un sistema del cuidado bien diseñado también tiene efectos positivos sobre el empleo. La provisión de servicios de cuidado de calidad genera puestos de trabajo formales, mayoritariamente femeninos, en sectores intensivos en mano de obra y con alto impacto territorial. En un país con altos niveles de informalidad laboral, este es un argumento adicional para tomarse el tema en serio.
Colombia ha dado pasos importantes al reconocer el cuidado como un asunto de política pública, diseñando y aprobando el Conpes 4143 de 2025. Pero el reto ahora es pasar del reconocimiento a la implementación efectiva. Esto implica articular educación inicial, salud, protección social, empleo y ordenamiento territorial; definir fuentes de financiamiento sostenibles; fortalecer capacidades locales; y, sobre todo, entender que el cuidado no es solo responsabilidad del Estado o de las mujeres, sino una tarea compartida entre familias, mercado y sector público.
La discusión sobre el sistema del cuidado no es ideológica. Es profundamente pragmática. Un país que quiere crecer, reducir pobreza, aumentar productividad y construir una sociedad más justa no puede seguir descansando sobre el trabajo no remunerado e invisible de millones de mujeres. Reconocer, redistribuir y reducir la carga del cuidado es una condición necesaria para avanzar en equidad de género, pero también para liberar el potencial productivo del país.
Invertir en cuidado no es un lujo ni una concesión simbólica. Es una de las decisiones más inteligentes que puede tomar una sociedad que aspira a ofrecer igualdad de oportunidades y desarrollo sostenible. Colombia no puede seguir postergándola
