
Colombia vuelve a tender rieles, pero esta vez no solo para mover pasajeros: también para mover tensiones. El Regiotram de Occidente, la promesa ferroviaria que conectará a Bogotá con Facatativá, Madrid, Mosquera y Funza, ya muestra un avance cercano al 29 %. El primer tren eléctrico del país toma forma, pero no sin ruido: su ejecución está en manos del consorcio estatal chino CCECC, y eso, en pleno 2025, ya no es un dato neutro. Es un mensaje geopolítico.
Las cifras entusiasman: 17 estaciones, 39,6 kilómetros de doble vía, más de 130.000 pasajeros diarios, reducción drástica en tiempos de viaje y en emisiones. El proyecto —en manos de la Gobernación de Cundinamarca y cofinanciado con recursos de la Nación— tiene previsto iniciar operación por fases: una primera etapa en 2027 y su extensión completa a Bogotá en 2029. Una apuesta que, sobre el papel, rompe con el rezago ferroviario que ha arrastrado el país durante décadas.
Pero mientras los rieles se instalan, también se endurecen las advertencias desde Washington. Estados Unidos ha sido claro: considera que la creciente presencia china en infraestructura estratégica, como este tren, forma parte de una expansión peligrosa en América Latina. Más aún, tras la decisión del gobierno Petro de adherirse oficialmente a la Iniciativa de la Franja y la Ruta, el ambicioso megaproyecto global de inversión liderado por Pekín. Una jugada que ha tensado las relaciones con EE.UU. y podría cerrar el grifo de financiamiento internacional si los contratos favorecen a empresas chinas.
¿Debe Colombia suspender alianzas por temor a incomodar a sus aliados históricos? ¿O tiene derecho a diversificar socios cuando durante años se le negó inversión real en transporte férreo? Detrás de este tren hay algo más que vías: hay decisiones de fondo sobre hacia dónde —y con quién— queremos avanzar como país.
El Regiotram no es solo una obra civil. Es un termómetro de cómo se reconfigura el poder, no solo en el mapa, sino en cada decisión que parece técnica pero es profundamente política. Porque cada estación que se construya será también una señal: de independencia o de dependencia, de integración o de presión.
Lo que está en juego no es solo llegar más rápido a Bogotá. Es entender qué tipo de país estamos construyendo en el camino.
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