Gloria Diaz

Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado; Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre desarrollo; especialista tanto en Gestión Regional del Desarrollo como en Gestión Pública e Instituciones Administrativas de la Universidad de los Andes. Tiene amplio conocimiento y experiencia en agenda legislativa y control fiscal, y un gran interés por la implementación, ejecución y evaluación de políticas públicas. Gerenció la Contraloría General de la República en el departamento de Boyacá. Así mismo, fue Edilesa de la localidad de Santa Fe.

Gloria Diaz

Columna de Opinión: "Colapso fiscal y abandono estatal: la hora de la responsabilidad"

Colombia amanece nuevamente con titulares inquietantes: entidades estatales sin caja, funcionarios sin sueldo y programas de desarrollo frenados por falta de recursos. Según lo informado por medios nacionales como La W e Infobae, dos entidades adscritas al Ministerio de Comercio—Innpulsa y Colombia Productiva—han tenido que suspender pagos por una alarmante desfinanciación que supera los $125.000 millones. 

Lo más grave es que esta situación no se limita a un caso aislado, sino que refleja una crisis estructural de gestión pública, presupuestación deficiente y una alarmante desconexión entre la retórica de desarrollo productivo y la realidad operativa de las instituciones. El problema, aunque aparentemente técnico, es político y humano: afecta no solo a los programas sino a las personas detrás de ellos, a los ciudadanos que los necesitan y a la confianza en un Estado que se debilita por dentro.

La magnitud del problema se revela cuando se observa que Innpulsa, por ejemplo, tenía un presupuesto estimado de $150.000 millones para el año, pero solo recibió $50.000 millones. Colombia Productiva, que tenía una operación anual proyectada de $90.000 millones, fue desfinanciada en más de $25.000 millones. ¿Qué implica esto? Que no solo se suspenden actividades de fortalecimiento empresarial y apoyo a la microindustria, sino que se paraliza parte del proyecto de reindustrialización del país. El impacto se traduce en menor competitividad, pérdida de empleos indirectos y abandono de cientos de proyectos en curso. La consecuencia directa es un país que pierde capacidad productiva justo cuando más necesita crecer.

Pero esta crisis no surge de la nada. Se enmarca en un contexto estructural donde las entidades públicas se han vuelto víctimas de un modelo de administración que privilegia el gasto coyuntural sobre la planeación estratégica. Durante décadas, la debilidad en el diseño presupuestal ha dejado sin respaldo legal y financiero a muchos programas, sobre todo en regiones con mayor necesidad. La ausencia del Estado en territorios marginados, denunciada constantemente por líderes sociales, no solo se explica por el conflicto o la geografía, sino también por esta desidia fiscal y administrativa. ¿Cómo puede hablarse de justicia social si las herramientas para garantizarla están quebradas?

Al problema de la desfinanciación se suma un tema más delicado: el manejo irresponsable de la regla fiscal. Desde 2003, esta regla impone límites al déficit y busca garantizar sostenibilidad financiera. No obstante, las prioridades políticas han ido desplazando estos límites, convirtiendo el presupuesto en un campo de batalla donde la técnica pierde frente a la ideología. Así, se anuncian nuevos programas sin soportes financieros, se crean entidades sin saber cómo se financiarán y se recortan otras sin considerar su impacto. Esta lógica populista del gasto pone en riesgo no solo la estabilidad macroeconómica, sino la vida institucional del país.

El riesgo mayor de este comportamiento es que erosiona la confianza. Cuando una entidad estatal deja de pagar su nómina, el mensaje no es solo de ineficiencia: es de colapso. ¿Qué inversionista confiará en un país cuya política económica es inestable? ¿Qué ciudadano confiará en un Estado que promete, pero no cumple? La gestión pública pierde legitimidad cada vez que se evidencian estos vacíos operativos. Y la legitimidad, en contextos democráticos, es el capital más valioso del Estado.

Por eso, no es exagerado afirmar que estamos frente a un momento crítico. Este tipo de colapsos presupuestales pueden ser la antesala de crisis más profundas: desabastecimiento institucional, cierre de servicios, incumplimientos de deuda, contracción de inversión extranjera, entre otros. En otras palabras, un Estado que no gestiona sus finanzas termina volviéndose inviable. Y lo más trágico es que las consecuencias siempre recaen sobre los más vulnerables: regiones rurales, microempresarios, mujeres, jóvenes, víctimas del conflicto.

En paralelo, la corrupción sigue siendo un factor corrosivo. Las auditorías de la Contraloría y los informes de Transparencia por Colombia han revelado que incluso en épocas de restricción presupuestal, se siguen ejecutando contratos innecesarios, se incrementa la burocracia paralela y se pierden recursos por prácticas clientelistas. En 2023, por ejemplo, se estimó que el país perdió cerca de $23 billones por corrupción. Ese dinero representa diez veces lo que hoy falta para operar estas entidades. Es inadmisible que, mientras unos roban, otros no puedan cobrar su salario por falta de recursos.

Y en este contexto se vuelve indispensable hablar de eficiencia del gasto. No basta con tener presupuesto: hay que saber usarlo bien. Colombia ha cometido el error de crear programas sobre programas sin evaluar su impacto real. El resultado: duplicidad de funciones, burocracia ineficiente y proyectos desarticulados. Se necesita una gran reforma de racionalización del gasto público. Y esa tarea no puede esperar. El país no puede seguir financiando la improvisación.

Los ministerios, y en particular el Ministerio de Hacienda, deben asumir una postura técnica más firme. No puede seguir permitiéndose la creación de programas sin respaldo financiero o el uso del presupuesto como premio político. Se requiere disciplina fiscal, planeación multianual y un sistema de seguimiento riguroso. Cada peso cuenta, y debe estar orientado a cerrar brechas, no a alimentar intereses clientelistas.

Por otro lado, el Congreso también tiene una deuda en esta materia. Muchos parlamentarios votan presupuestos sin revisar técnicamente los soportes, o aprueban transferencias sin exigir planes detallados. Esa laxitud institucional es funcional a la desfinanciación que hoy vemos. El control político debe ejercerse con rigor. No basta con citar ministros cuando hay crisis: se requiere anticipación, previsión y compromiso con el bien común.

Lo mismo aplica para los entes de control. La Contraloría y la Procuraduría deben ser guardianes preventivos, no solo jueces tardíos. Si estas entidades no actúan con independencia y contundencia, seguirán siendo parte del problema. Su rol es clave para restaurar la confianza en el sistema y detener a tiempo el despilfarro que nos ha llevado a este punto.

Y por supuesto, la ciudadanía no puede quedarse al margen. Es necesario exigir transparencia, acceso a la información y veeduría constante. Hoy existen herramientas digitales y marcos legales como la Ley de Transparencia que permiten seguir la trazabilidad del gasto público. La ciudadanía debe activarse como un actor político, no solo electoral. La defensa del patrimonio público es una tarea de todos.

El momento exige también una mirada crítica a las promesas gubernamentales. No todo lo que suena bien es viable. Un gobierno responsable no es el que promete más, sino el que cumple mejor. Debemos decir no a propuestas populistas sin sustento financiero. El país necesita soluciones posibles, no sueños ruinosos.

En conclusión, la crisis que enfrentan hoy Innpulsa, Colombia Productiva y otras entidades no es un accidente: es el resultado de una cadena de errores, improvisaciones y desidia. Pero también es una oportunidad. Una oportunidad para repensar el Estado, para hacer una reforma presupuestal profunda y para recuperar la confianza de los ciudadanos en lo público. Colombia no necesita más programas: necesita instituciones que funcionen. La eficiencia no es un lujo, es una urgencia.

Y si no corregimos ahora, las consecuencias no serán solo fiscales. Serán sociales, políticas y democráticas. Porque un Estado quebrado no protege derechos, no construye paz ni garantiza futuro. La responsabilidad es colectiva, pero la acción debe empezar por quienes hoy gobiernan y legislan. No hay más tiempo que perder.

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