En la actualidad atravesamos por momentos muy difíciles. El desconcierto y el lenguaje de confrontación parecen haber remplazado en nuestro país al diálogo, la defensa de los valores y la democracia.
Para todos es cada vez más urgente revalidar que la construcción de un nuevo y mejor país no es un acto simbólico, es una responsabilidad urgente.
Es la hora definitiva de cambiar la conversación. Pasemos de hablar de ideologías a hablar de principios. Comprendamos que la justicia es equilibrio y no revancha. Veamos la paz como una construcción colectiva y nuestra brújula para impedir que nos extraviemos como sociedad.
Son muchas las ocasiones que a lo largo de la historia nos han demostrado la importancia de retomar el rumbo. Pese a las incontables tensiones de nuestro pasado, en Colombia hemos consolidado una ciudadanía comprometida con salir adelante desde la legalidad, el trabajo y la confianza.
Pero si normalizamos el irrespeto, premiamos la mentira o preferimos la desconfianza como forma de relacionarnos, todos y cada uno de nosotros, estamos en peligro.
Una sociedad democrática necesita de instituciones fuertes, pero también de ciudadanos comprometidos con la verdad, con el respeto por las diferencias y con la convicción de que los cambios —los verdaderos cambios— no nacen del caos, sino del diálogo.
Aquí, el sector empresarial tiene mucho que aportar. El empresariado sin duda trabaja por el desarrollo del país desde el campo, desde la fábrica, desde la infraestructura y desde la manufactura, por nombrar tan solo algunos ejemplos.
En consecuencia, las organizaciones no pueden ni deben ser un espectador frente a lo que nos está sucediendo y amenaza con hacer daños aún más profundos. Además de generar empleo, construir tejido social y aportar al crecimiento económico, tienen también una responsabilidad cuando los principios que sostienen nuestra convivencia se ven amenazados.
Las empresas, como los gobiernos, deben cultivar la construcción de terrenos y espacios caracterizados por el respeto al otro, la justicia, y la protección al más vulnerable, ofreciendo oportunidades reales.
En el caso de la floricultura, ese cultivar es literal. Durante más de 50 años, el sector ha sembrado algo más que flores.
Las flores han generado empleo formal y estabilidad para más de 200 mil personas, en su mayoría mujeres, muchas de ellas cabeza de hogar. Han aportado confianza en regiones rurales, donde la legalidad muchas veces fue la excepción. Han ofrecido oportunidades en educación, salud y respeto por la naturaleza en comunidades donde antes no se encontraban.
Las flores han entendido que la belleza no está solo en lo que se produce y exporta, sino en la manera como se hace.
Como la floricultura, muchos sectores y empresas de la economía nacional son referentes de sembrar confianza como símbolo y como realidad.
Por eso, cuando el país necesita equilibrio, cuando urge reconciliar en lugar de dividir, cuando hay que recuperar la confianza en lo esencial, vale la pena recordar que hay muchos sectores de nuestra economía que, en silencio, siguen siendo unos fuertes pilares de la sana convivencia, el trabajo y el desarrollo común.
Por lo tanto, las empresas hoy deben trabajar más que nunca, conservando una voz serena en medio del ruido y el caos, y haciendo una apuesta real frente a la incertidumbre.
Pero también deben ser un protagonista activo de la transformación social y cultural que tanto necesitamos. Las empresas las construyen y conforman personas. Eso no es un cliché.
En consecuencia, tienen que construir con el ejemplo, y promover en sus colaboradores y la ciudadanía en general, aquello que nos permite defender como sociedad algo esencial: la aceptación de la diversidad, la promoción del diálogo como herramienta para resolver conflictos, la empatía y la solidaridad.
Porque en las ciudades y los campos donde florecen oportunidades, florece también la esperanza.