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Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

Entre el límite y el abismo

Escribo esta columna con la cabeza llena de preguntas. Leí con horror y tristeza lo sucedido en un colegio de nivel inicial en Arequipa, Perú, donde una docente fue acusada de amarrar a niños de tres años a sus sillas con cinta adhesiva, incluso de amordazarlos, como forma de castigo por comportamientos "traviesos". No hay duda: nada justifica el maltrato infantil. Ni los gritos, ni las ataduras, ni los silencios forzados. Y, sin embargo, no puedo evitar mirar más allá del titular.

Porque la realidad escolar —la de verdad, no la idealizada en los discursos— es una selva densa, a veces caótica. A diario, cientos de docentes enfrentan aulas con 30, 40 niños, muchos de ellos con necesidades emocionales profundas, otros con vacíos afectivos que rebotan en gritos, golpes o ausencias. En ese entorno, el equilibrio emocional del maestro se convierte en una cuerda floja que puede romperse sin que nadie lo note... hasta que explota.

No pretendo excusar a nadie. Atar a un niño es una línea roja que jamás debe cruzarse. Pero me inquieta cómo la sociedad reacciona con furia instantánea, exigiendo castigo ejemplar, sin antes preguntarse cómo llegamos hasta ahí. ¿Quién escucha al maestro? ¿Quién le da herramientas reales para manejar una clase desbordada? ¿Quién atiende su salud mental, su agotamiento, su frustración acumulada?

La violencia en las aulas no comienza con la cinta adhesiva. Comienza cuando normalizamos que un docente trabaje en condiciones imposibles, sin acompañamiento, sin formación constante en pedagogía emocional, sin tiempo ni espacio para respirar. Comienza cuando invisibilizamos las violencias cotidianas que ellos también viven: insultos, amenazas, indiferencia institucional.

Estamos cayendo en extremos peligrosos. Nos indignamos, con razón, ante casos de maltrato, pero a la vez juzgamos sin matices, como si educar fuera una tarea mecánica, inmune al cansancio, al dolor o a los errores humanos. Estamos tocándonos por todo —a veces con justa razón—, pero corremos el riesgo de volvernos una sociedad que reacciona más rápido que reflexiona.

Pido justicia para esos niños, claro que sí. Pero también pido justicia para los docentes que, en medio del caos, intentan no perderse. Que fallan, que se equivocan, pero que también necesitan ser vistos y comprendidos. No como verdugos, sino como personas. Que esta indignación no se quede solo en señalar culpables, sino que nos obligue a revisar lo estructural: la formación docente, el tamaño de los grupos, el acompañamiento emocional, la dignidad del aula.

Los niños merecen entornos seguros. Y los maestros, también.

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Juan Pablo Manjarres
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