La mentira es un arma poderosa. Más que un simple desliz moral, se ha convertido en un pilar estratégico para quienes buscan el poder y, sobre todo, para quienes desean perpetuarlo. En un mundo donde la verdad es incómoda y la falsedad seductora, ésta se instala con facilidad en el imaginario colectivo. La gente la acepta, repite y, muchas veces, prefiere validarla antes que enfrentar la crudeza de los hechos.
La filósofa Hannah Arendt lo advirtió con precisión: ´Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada´. En ese estado de confusión es el caldo de cultivo ideal para la dominación. Cuando una sociedad deja de distinguir entre la verdad y la mentira, cuando eso ocurre, la manipulación se convierte en un juego de niños para quienes detentan el poder´.
´Un pueblo que ya no puedo distinguir entre la verdad y la mentira, no puede distinguir entre el bien y el mal y con gente así, puedes hacer lo que quieras´ sentenciaba Arendt.
El ser humano, por naturaleza, busca certezas, pero en la era de la posverdad, ya no depende de los acontecimientos, sino de la emoción que una narrativa pueda generar. Muchos sectores la explotan sin pudor. Ya no se trata de demostrar lo verdadero, sino de repetir lo conveniente hasta que se constituya en la versión oficial.
El problema de la mentira como estrategia es que, con el tiempo, destruye los cimientos de una sociedad libre. Un pueblo incapaz de confiar en la información que recibe se paraliza. Sin referencias claras, sin verdades compartidas, el ciudadano se vuelve apático, escéptico y, en última instancia, dócil. Nada más cierto en estos tiempos.
Las redes sociales han acelerado este fenómeno. En la vorágine de noticias falsas, teorías conspirativas y distorsiones interesadas, la verdad ha perdido valor. ¿Para qué contrastar información si el algoritmo ya nos da lo que queremos oír? La mentira es cómoda, reconfortante y, sobre todo, útil para quienes buscan dividir y manipular. Así, la desinformación no solo se convierte en un negocio, sino en un mecanismo de control.
El peligro de esta normalización es que abre la puerta a la impunidad. Si todo es relativo, si todo puede ser cuestionado o reinterpretado, entonces la responsabilidad desaparece. Muchos pueden mentir sin consecuencias porque, en el fondo, ya nadie espera que digan la verdad. Y si la verdad deja de importar, ¿qué queda de la democracia, de la justicia, de la libertad?
Combatir la mentira como herramienta de poder exige un esfuerzo consciente. La sociedad debe recuperar su capacidad de discernir, de cuestionar, de exigir pruebas antes de creer. No podemos permitirnos la comodidad de la indiferencia. Porque un pueblo que deja de buscar la verdad es un pueblo que se entrega, sin resistencia, al dominio de la mentira.