Hace pocos días finalizó La Casa de los Famosos Colombia. El reality show por el cual había que pagar en la plataforma VIX para ver contenido sin censura y que también podía verse de manera gratuita en las plataformas de RCN, es una muestra contemporánea de lo que Michel Foucault habría llamado “panoptismo voluntario”: personas que, sin coacción aparente, eligen ser observadas constantemente, ofreciendo su intimidad como entretenimiento colectivo.
Lejos de ser un experimento de convivencia o una excusa para el talento, el formato despliega una peligrosa pedagogía de la comunicación. Se normaliza la sobreactuación emocional, se premian los conflictos banales, se legitima la espectacularización de la vida privada como contenido de valor. Lo que se filtra hacia fuera, lo que millones consumen a diario, es un modelo de expresión donde la autenticidad se vuelve un recurso estético más, moldeado para generar audiencia, likes, memes y votos.
George Orwell imaginó en su obra 1984 un futuro opresivo en el que la vigilancia era una imposición autoritaria, una mirada omnipresente que controlaba a los ciudadanos desde afuera. Sin embargo, nuestra época ha invertido ese principio: ya no es el Gran Hermano quien nos obliga a ser vistos, somos nosotros quienes encendemos las cámaras, ajustamos los ángulos y ofrecemos voluntariamente nuestra vida como espectáculo. El control no se impone: se desea.
La conversación pública se contamina. No solo porque los temas que predominan se reducen a romances forzados, peleas editadas o alianzas estratégicas disfrazadas de amistad, sino porque se refuerza la idea de que todo puede mostrarse, todo puede decirse, y todo debe compartirse si “vende”. La privacidad no se protege, se monetiza. Y con ella, los afectos, las diferencias, los dolores y las estrategias de manipulación emocional.
Desde el punto de vista de la comunicación, La Casa de los Famosos Colombia representa una pedagogía inversa del diálogo: no se establece comunicación para comprender, sino para confrontar. No se habla para construir, sino para ganar seguidores. Los silencios son sospechosos, la mesura es sinónimo de irrelevancia. Se entrena a la audiencia en una lógica comunicativa de alto voltaje emocional, donde solo lo extremo sobrevive en la conversación.
Esto no es solo responsabilidad del formato pues hay una sociedad que ha aprendido a mirar con placer el drama ajeno, a convertirse en juez de lo que antes era íntimo, a consumir sin filtro lo que antes se protegía. Hay un país entero convertido en audiencia cautiva, donde lo banal es tendencia, y la exposición se convierte en valor de mercado.
La Casa de los Famosos no es solo entretenimiento. Es una clase abierta y preocupante sobre cómo estamos entendiendo hoy la comunicación, el éxito y la vida pública. Una clase donde se enseña, entre líneas, que todo puede mostrarse si con eso se puede ganar.
Byung-Chul Han, uno de los autores más conocidos de nuestra época, nos advierte que vivimos en una “sociedad de la transparencia”, donde todo debe estar expuesto, visible, disponible. En ella, la vigilancia no se impone desde afuera, sino que se interioriza. Vigilamos y nos dejamos vigilar porque lo consideramos deseable, incluso necesario para existir en lo digital. En este contexto, La Casa de los Famosos no es una anomalía: es una consecuencia.
Han sostiene que hemos reemplazado el “deber ser” disciplinario por el “poder ser” neoliberal. Los participantes de estos reality shows no están obligados a mostrarse: quieren hacerlo. Desean ser mirados, comentados, deseados, viralizados. Lo que antes era esfera privada hoy se ofrece como mercancía emocional al mejor postor de atención.
En lugar de esconder nuestras debilidades, las explotamos. Las lágrimas se convierten en capital afectivo, los escándalos en inversión narrativa, y las traiciones en clímax de consumo. No hay exterioridad porque todo es interior devorado por la mirada externa. En últimas, una forma de control que ya no requiere rejas sino deseos.
La lógica comunicacional que se refuerza en La Casa de los Famosos encarna la pérdida de lo distinto. En este universo mediático, todo se uniforma con los códigos de la viralidad: la emocionalidad extrema, el conflicto constante, la confesión permanente. La diferencia, el silencio y la complejidad no tienen espacio. Lo que no se muestra, no existe. Y lo que no entretiene, no vale.
Mientras tanto, quienes observan también participan de esa lógica porque el espectáculo integra. ya no somos sujetos que piensan, sino consumidores de afecto ajeno. Nos entrenamos a diario para mirar, comentar y juzgar desde una supuesta neutralidad. Pero en realidad, somos parte de esta construcción.
Así, el reality deja de ser un programa y se convierte en una pedagogía cultural. Como bien apunta Han, “el exceso de positividad” de esta sociedad hace que incluso el sufrimiento se convierta en contenido. No hay espacio para el duelo, la intimidad o la pausa. Todo debe ser narrado en tiempo real, digerido en segundos, recortado para TikTok e interpretado por las tendencias.
La transparencia no es sinónimo de verdad. Lo que La Casa de los Famosos transparenta no es autenticidad, sino una actuación perpetua, un artificio emocional diseñado para sostener la mirada del otro. En ese espejo donde todos se exponen, lo que más se pierde no es la privacidad, sino la posibilidad de ser sin ser mirado.