La historia no siempre se repite, pero a veces rima. Cuando Oliver Blume, CEO de Volkswagen, declaró recientemente que su empresa "ya lo hizo en el pasado" en referencia a la posibilidad de fabricar equipamiento militar para el ejército alemán, no solo abrió un debate industrial, sino también uno ético, político e histórico. En un momento de reconfiguración del poder global, donde Europa acelera su rearme y la industria automotriz alemana enfrenta una desaceleración palpable, la frase cobra un peso inesperado. ¿Está Alemania resignando su memoria histórica en aras de una nueva lógica de poder? ¿Y hasta qué punto la transformación de un símbolo civil como Volkswagen en proveedor de armas es síntoma de un cambio más profundo en la arquitectura de seguridad europea?
La propuesta no es menor. La planta de Volkswagen en Osnabrück, que actualmente presenta una subutilización preocupante tras la caída de las exportaciones de vehículos (de 15,1 millones a 10,6 millones en cinco años), ha sido señalada por Rheinmetall, el mayor contratista militar del país, como idónea para la fabricación de vehículos blindados. Blume, por su parte, condiciona el paso a contratos a largo plazo. Lo que parece una lógica empresarial corriente, cobra otra dimensión cuando se observa el pasado de la empresa, íntimamente ligada a la maquinaria de guerra del Tercer Reich.
No se trata de una reacción aislada. La invasión rusa a Ucrania ha modificado las prioridades estratégicas de Europa, en especial de Alemania, que ha incrementado de forma drástica su presupuesto de defensa. En este nuevo orden, el sector privado está llamado a asumir un rol más activo en el complejo militar-industrial. La industria civil, tradicionalmente alejada del ámbito bélico tras la Segunda Guerra Mundial, se ve empujada ahora a un reacomodamiento estratégico. En esta lógica, la transición de Volkswagen de fabricante de autos a potencial productor de blindados no es un capricho: es una señal de época.
Lo que hoy se discute trasciende los contratos o los balances financieros. La noción de seguridad nacional se está expandiendo, desplazando su centro desde los cuarteles hacia los parques industriales. Lo que ayer era símbolo de paz y movilidad, hoy puede convertirse en engranaje del rearme europeo. Y con ello, también cambia la idea de lo que debe ser la seguridad: ya no solo la defensa frente a amenazas externas, sino una redefinición del poder económico como herramienta de disuasión y autonomía estratégica.
Desde esta perspectiva, lo que está en juego es más que la reputación de una marca: es la legitimidad de una estrategia. ¿Se puede hablar de un modelo democrático de seguridad cuando el motor del rearme es la urgencia del mercado y no un debate social profundo? ¿Puede una empresa con pasado comprometido asumir un papel clave en la militarización sin confrontar los dilemas históricos que ello implica?
Las preguntas se tornan aún más relevantes si se considera que Alemania, desde 1945, ha sido ejemplo de contención y prudencia estratégica. Su política exterior ha estado guiada por el principio de "nunca más". Y, sin embargo, hoy vemos cómo el discurso de urgencia empuja a abandonar lentamente esas restricciones en nombre de la eficiencia y la competitividad. Las líneas entre lo civil y lo militar, entre lo ético y lo pragmático, empiezan a diluirse peligrosamente.
En el fondo, lo que Volkswagen representa es el dilema de toda Europa: cómo asegurar su lugar en el mundo sin traicionar los valores que le han dado cohesión y liderazgo moral. Si lo que se pretende es consolidar una autonomía estratégica frente a actores como Rusia o China, ¿no sería más legítimo hacerlo fortaleciendo el tejido civil, la innovación tecnológica, la resiliencia energética? ¿Es necesario convertir a las fábricas de autos en fábricas de armas para sentirse seguros?
El rearme industrial no es en sí mismo una amenaza. Lo que preocupa es su naturalización, la ausencia de debate, la rapidez con que se transforma una necesidad táctica en doctrina estructural. Y en ese vacío de reflexión crítica, decisiones como la de Volkswagen adquieren un carácter simbólico que trasciende su impacto económico.
Las cifras son claras: el rearme está en marcha y necesita músculo industrial. Pero el debate debe ser más que técnico. ¿Puede Europa volver a armarse sin repetir sus errores? ¿Y qué rol deben jugar las empresas en esa ecuación? Si Volkswagen, un emblema de la movilidad civil y de la identidad alemana postbélica, cruza esta línea, ¿qué mensaje envía a las futuras generaciones sobre el rol de la industria y la memoria?
En tiempos donde los límites entre civil y militar, entre defensa y agresión, se difuminan peligrosamente, recordar el pasado no es una cuestión de nostalgia, sino de responsabilidad. La decisión de Volkswagen no es simplemente empresarial. Es profundamente política. Y en ese terreno, la neutralidad ya no es una opción.