En la mente de un adicto a la pornografía

Mié, 12/11/2025 - 09:39
La pornografía, antes clandestina, se volvió un espectáculo global disponible a cualquier hora y a un clic de distancia.
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Cortesía Clint Patterson

El placer sin alma que roba la capacidad de amar y ser feliz

La obsesión por el placer ha acompañado al ser humano desde sus orígenes. En cada civilización —de Roma a Babilonia, del Renacimiento al mundo moderno— el deseo desbordado ha sido tanto fuente de fascinación como de ruina. La búsqueda frenética de sensaciones —sexo, poder, lujuria, dominio— ha revelado siempre una misma herida: el intento de llenar con estímulos lo que solo el amor, la trascendencia y la dignidad pueden llenar.

Sin embargo, en la era actual, esa pulsión milenaria alcanzó una forma nunca vista: la locura colectiva del placer instantáneo. La pornografía, antes clandestina, se volvió un espectáculo global disponible a cualquier hora y a un clic de distancia. El deseo se industrializó, el cuerpo se convirtió en mercancía y el alma humana en simple espectadora. Internet transformó la intimidad en consumo, y el consumo en hábito.

 La pornografía no solo distorsiona la sexualidad; también desconfigura la mente y las emociones. Es una droga visual y mental que altera el sistema nervioso, destruye la capacidad de amar y erosiona la felicidad genuina. El adicto no lo sabe al principio, pero a medida que se hunde en la repetición, pierde contacto con su alma y con los demás.

El cerebro bajo el dominio del placer artificial

Cada vez que una persona consume pornografía, el cerebro libera dopamina, el neurotransmisor del placer y la motivación. Esa descarga química —rápida, intensa y breve— genera una sensación de euforia parecida a la provocada por la cocaína o el fentanilo. El sistema nervioso, diseñado para premiar conductas naturales como el afecto, el logro o el amor, se sobre estimula y se distorsiona.
 
Con el tiempo, los receptores dopaminérgicos saturan. El cerebro deja de responder a los estímulos normales y necesita más intensidad para sentir lo mismo. El resultado: tolerancia, dependencia y pérdida de control. Lo que antes excitaba ya no basta; el individuo busca nuevas imágenes, más extremas, más violentas, más ajenas a la realidad humana.

 Este proceso altera también la corteza prefrontal, región responsable de la toma de decisiones, la empatía y la voluntad. El adicto pierde capacidad para postergar gratificaciones, medir consecuencias o conectar emocionalmente. El impulso domina la razón. La pornografía se convierte en una obsesión: pensar, buscar, consumir, ocultar. El cerebro se reajusta para perseguir placer inmediato, sin importar el costo.

Lo más trágico es que este placer químico no genera bienestar duradero. Tras el clímax, llega el vacío, la culpa, la fatiga. La dopamina se transforma en displacer. El cuerpo queda exhausto, la mente se castiga y el corazón se culpa y se endurece. El ciclo se repite: deseo, consumo, culpa, promesa de cambio, recaída. La adicción se convierte en una prisión invisible.

La raíz psicosocial del problema

La expansión de la pornografía no se explica solo por la biología, sino por una cultura que glorifica el consumo y la desconexión. El sistema económico y mediático ha aprendido a vender placer como antídoto al sufrimiento. Publicidad, redes sociales y entretenimiento repiten el mismo mensaje: “mereces sentirte bien, ahora, sin esfuerzo”.

En este contexto, el amor —que implica compromiso, tiempo y vulnerabilidad— resulta demasiado exigente. La pornografía ofrece una ilusión de control: se obtiene placer sin rechazo, sin diálogo, sin responsabilidad. Pero ese control es una trampa. El individuo se aísla de los demás, reduce el sexo a mecánica y despoja al cuerpo de su dimensión humana.

Socialmente, esta epidemia genera relaciones frías, narcisismo afectivo y desinterés por la empatía. Muchos jóvenes llegan a la adultez emocionalmente disociados: saben masturbarse, pero no amar; saben excitarse, pero no entregarse. La pornografía, al normalizar la objetivación del otro, destruye la base de toda convivencia sana: el respeto.

En las parejas, el daño se manifiesta en la pérdida del deseo genuino, la comparación constante, la frustración ante la intimidad real. Las expectativas irreales de los cuerpos y del rendimiento sexual generan ansiedad, impotencia y vergüenza. Se reemplaza la ternura por la performance. Y así, la humanidad se va quedando sin caricias, sin ternura y sin apoyo mutuo sincero.

La adicción pornográfica no solo es neuroquímica, sino emocional y espiritual. En el fondo, es una búsqueda desesperada de alivio al sufrimiento interior. El adicto no persigue orgasmos, sino olvido: del miedo, del desamor, de la soledad.
 
La logoterapia —inspirada en Viktor Frankl— enseña que el ser humano no puede vivir sin sentido. Pero el adicto ha perdido ese “por qué” y se refugia en el “para qué”: para excitarme, para escapar, para no pensar. Cuando el amor se reemplaza por la estimulación, el alma se adormece.

Recuperarse implica reconectarse con el propósito, con la trascendencia y con la dignidad perdida. Comprender que el cuerpo no es enemigo, sino instrumento del alma. Que el deseo, cuando se ilumina con conciencia, deja de ser compulsión para convertirse en energía creadora.

El poder superior y la rendición del ego enfermo

Ningún adicto se libera solo. La voluntad, dañada por la repetición, necesita ayuda externa. En los programas de recuperación se reconoce una verdad esencial: “Solo un Poder Superior puede devolvernos el sano juicio.”

Ese poder no siempre tiene nombre religioso, pero sí trascendente. Puede ser Dios, la vida, la conciencia, el amor. Lo importante es aceptar que hay algo más grande que el ego enfermo. La sanación comienza con la rendición y la aceptación de la enfermedad.

A través de la oración, la meditación o el silencio interior, el individuo abre espacio a esa fuerza restauradora. Es un proceso lento: la mente adicta exige placer inmediato, teme el vacío. Pero poco a poco, la compulsión cede, y la serenidad empieza a habitar los espacios donde antes reinaba la vergüenza. El alma vuelve a respirar.

Imaginemos a alguien que, tras años de esclavitud digital, decide pedir ayuda. Al principio, siente miedo y vergüenza: ¿cómo confesar una adicción tan íntima? Pero en un grupo de apoyo escucha otras voces que hablan de lo mismo. Descubre que no está solo.

Comienza el proceso de desintoxicación. Deja las páginas, los estímulos, el aislamiento. Los primeros días son un torbellino: ansiedad, insomnio, tristeza. El cerebro reclama dopamina como un niño que llora por su juguete. Pero el terapeuta lo guía a observar sus emociones, a nombrarlas, a no huir.
 
En terapia, recuerda su historia. Detrás de su compulsión aparecen heridas antiguas: abandono, culpa, miedo al rechazo. Comprende que el placer fue su anestesia. Aprende a llorar sin vergüenza, a perdonarse, a sostener su dolor sin esconderlo.

Poco a poco, la vida se abre. Empieza a disfrutar lo simple: leer, caminar, reír con otros. Su mirada cambia: ya no busca cuerpos, sino rostros. Su energía sexual, antes destructiva, se transforma en creatividad. Trabaja, ora, escribe, ama. Ya no se castiga: se respeta.

Ora cada mañana sin fórmulas. Habla con ese Poder Superior que lo sostuvo cuando nada tenía sentido. Agradece cada día sobrio, incluso los difíciles. Y cuando recaen viejos pensamientos, ya no se deja arrastrar; los mira pasar como nubes, sabiendo que no son él.

Lentamente, descubre el milagro de la serenidad. El amor deja de ser una fantasía idealizada y se convierte en una práctica cotidiana: escuchar, cuidar, servir. Entiende que el verdadero placer no está en el éxtasis, sino en la paz.

Una ventana de esperanza

Konciencia
Créditos:
Cortesía Rowan Freeman

La pornografía promete placer y dicha, pero entrega soledad y depresión. Promete libertad, pero esclaviza. Sin embargo, incluso en la mente más herida puede germinar la esperanza. La ciencia demuestra que el cerebro puede sanar; la psicología, que las emociones pueden transformarse; y la espiritualidad, que el alma siempre puede volver a casa.

La recuperación no significa perfección, sino honestidad. Es el acto de recordar que el amor es posible, que la dignidad puede renacer, que la dignidad no se perdió, solo fue olvidada.

Un día, el adicto en recuperación despierta y ya no siente necesidad de huir. Siente gratitud. El instinto incontrolado deja de ser cárcel y se convierte en serenidad. El poder superior —ese soplo invisible que lo guió cuando su mente obsesionada lo arrastraba al abismo— lo ha rescatado. Porque toda verdadera recuperación es una historia de amor: el regreso del alma a su centro, después de haberse perdido en el laberinto del placer sin alma.

Testimonios de adictos en recuperación

José Antonio: Creí que podía manejarlo. Me repetía que no era para tanto, que todos lo hacían, que podía dejarlo cuando quisiera. Mentira. La pornografía me robó el alma en cuotas: primero el sueño, luego la concentración, después la dignidad. Cuando toqué fondo entendí que no se trata de fuerza de voluntad, sino de rendición. Solo cuando reconocí que estaba vencido y pedí ayuda, empezó mi verdadera libertad.

Nicolás: El adicto a la pornografía no busca placer, busca anestesia. Lo supe cuando descubrí que, después de cada descarga, me quedaba vacío, sucio, con ganas de desaparecer. Pero fue esa vergüenza la que me llevó a doblar las rodillas. Hoy agradezco a mi Poder Superior y al programa por enseñarme a mirarme sin odio, a reconstruir la parte de mí que creí perdida. No fue magia: fue humildad y trabajo diario.

Juan David: Un día dejé de correr, de esconderme y desesperado caí al suelo, me quedé quieto. El silencio fue insoportable al principio, pero ahí, en medio del temblor, sentí algo distinto: la presencia de Dios que no me habló con palabras, solo me sostuvo cuando ya no quedaba nada que fingir. Gracias al programa, a mis compañeros y a ese Poder Superior que me devolvió la vida, hoy puedo decir que el deseo ya no me domina. Ahora elijo, respiro y siento. Estoy aprendiendo a amar y eso, para mí, es un milagro.

Creado Por
Armando Martí
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