
A Alexa Rochi no la reclutó la guerrilla de las FARC. Irse al monte sin mirar atrás fue una decisión que no pudo evitar. Con 15 años y una herida imposible de explicar, caminó hacia el caserío en el que terminaría encontrando su destino, sin saber nada de armas o de política; y mucho menos del precio que se paga al romper el silencio en una casa como la suya, de la que tuvo que irse por culpa de su papá.
Sus ojos miran un punto fijo y distante, como si buscara entre las ramas de la memoria esos días que ya parecen viejos, o quizá, alguna imagen a la que no quiere volver o que nunca se fue. Tiene una forma de contar que no es frágil ni rabiosa. Es exacta. Como quien se cansó de que otros digan por ella.
“Mi papá intentó abusar de mí”, dice sin rodeos, sin adornos, sin temblores. “Fue como un cortocircuito que me dejó marcada”, agrega, dejando claro que este fue el punto en el que todo cambio.
La infancia
Antes de la selva, hubo una casa. No una casa como las que dibujan los niños en sus cuadernos: con techo rojo y humo saliendo de la chimenea. No. Una casa en Tuluá, cerca a una estación de Policía en donde vivía con seis hermanos, una madre, y una rutina de silencios que no protegían. “Crecí en un hogar lleno de violencia. Todas las violencias de género que pudieran existir. Y yo no fui la excepción”.
Cuando tenía nueve años, su casa fue allanada. Uno de sus hermanos colaboraba con las FARC. Lo arrestaron. Se escapó y empezaron a buscarlo. Arrancó la persecución. Y los paramilitares comenzaron a tachar nombres en listas de personas que tenían algún vínculo con la guerrilla. Por su hermano, la madre de Rochi encabezaba la lista de la familia Marín. Tuvieron que huir, en especial luego de que se enteraran que uno de los tíos que ayudó a esconder a su hermano, fue buscado en su casa para ser asesinado. “Nunca encontramos su cuerpo, su hija de apenas seis años se aferró a sus piernas cuando se lo iban a llevar. Fue complejo, traumático. Ella quedó con problemas mentales”. Entonces, huyeron. Como se huye siempre en Colombia: con lo puesto, con miedo, con una historia que nadie o muy pocos quieren escuchar.
Se refugiaron en San Vicente del Caguán, donde la guerrilla les dio una casa, algo para arrancar con un negocio… una manera de comenzar de nuevo. “Antes no había nada, nunca hubo árbol de Navidad antes de llegar allá”, dice Alexa, recordando que pese a todo el ruido mediático, de “buenos y malos”, de “zonas y tomas guerrilleras” palabras que no dejaba de escuchar en los noticieros del país, ella supo que fue por primera vez tener amigos y crecer con mucha seguridad: “Yo ahí conocí la tranquilidad”.
Pero la tranquilidad fue corta.
El punto de quiebre llegó una tarde después de una jornada del colegio. Rochi y su familia habían retornado a Tuluá, dejando atrás San Vicente del Cagúan cuando la violencia física por parte de su papá no le dejó muchas opciones. Fue por no apagar un televisor la razón por la que él la agarró del pelo y ella reaccionó. “Le pegué en la cara y me dijo: esta marica le rompió la cara al varón de la casa. En ese puño se fue tanto dolor y se fue el silencio”, recordó.
La escena desgarradora empeoró, de hecho, uno de sus hermanos la tuvo que defender porque en sus palabras, de otro modo, su papá la hubiese matado con una pastora corta caña. Pese a la situación, su madre no la abrazó. No preguntó qué había pasado a lo largo de esos años en los que no hubo un buenos días entre ellos. Solo le pidió irse de la casa: “Consíganse una pieza, yo se la pago, pero no se vaya a donde los comandantes”, le dijo su madre a Alexa que entendió que ya no había casa a la cual volver: “Yo no sabía hacer nada… por eso terminé en las FARC. Me fui donde ‘Kunta’”, dice refiriéndose al alias de Álvaro Guaza Carabalí, excomandante de las FARC-EP Frente 54 y de las Compañías Disponibles Móviles Yarí.
Un nuevo comienzo
Para llegar tuvo que trabajar en lo que salió hasta que completó lo del pasaje: “Recuerdo que trabajé como como dos meses. En diciembre me aparece un trabajo en un almacén. Me pagaron 120.000 pesos en esa época y con eso compré un tiquete que me valió 70.000. Salí un 28 de diciembre de 2005 de Tuluá y llegué el 29 al caserío donde habíamos vivido con mi familia y donde estaba un hermano. Pasé año nuevo con él y a inicios enero del 2006 me fui a la guerrilla”.
Las quince primaveras de Alexa fueron llegar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo, o en sus siglas FARC-EP. Alias ‘Kunta’ que la conocía a ella y a su familia desde pequeña la recibió. Cuando le contó lo que había pasado, él agachó la cabeza. “Me abrazó y me dijo: Lamento mucho que esa sea la razón por la que llegó acá. Pero aquí no le va a pasar eso”.
Ese gesto —la cabeza inclinada de un combatiente curtido— le dio la bienvenida a su nueva familia: “Me llamó mucho la atención porque era un comandante guerrillero, un combatiente que toda su vida había estado en la guerra, agachando la cabeza”.
En el campamento, comenzó desde cero: “Así como cuando te enseñan a leer y a escribir que estás dando tus primeros pasos, tus primeras vocales. Fue igual, aprender historia en medio de todo el contexto político ideológico que son las Farc. Me dieron una pistola a los 20 días, pero pasaron meses antes de ir a un combate”.
Alexandra Marín se convirtió allí en Alexa Rochi y aprendió a cocinar, a leer mapas, a pagar turnos de guardia. “Fue como volver a aprender a caminar”.
Sobre lo que le costó dejar, señaló en medio de esta entrevista que para ese momento, la decepción fue más que cualquier tipo de nostalgia: “Sabía que iba a ser parte de un conflicto y que iba a andar con la muerte de la mano. Para mí, fue tal la decepción y la desilusión por parte de mi familia que no había nada que perder. No había nada que pensar. Entonces no me dolió irme, pese a que al año se muere mi mamá cuando ya se entera de que yo nunca dije mentiras y que todo lo que había pasado era real. Cuando se preguntó qué había pasado, por qué tanto silencio de mi parte para con mi papá”.
Ser mujer y lesbiana en la guerra
Según la ONU, se estima que al momento de la dejación de armas aproximadamente el 40% de la militancia de las FARC-EP eran mujeres. Las mujeres desempeñaron roles diversos en las FARC, desde combatientes hasta cargos de liderazgo, aunque no llegaron a ocupar los puestos más altos en el Estado Mayor Central o el Secretariado.
“Aunque éramos muchas mujeres, el espacio era profundamente patriarcal. En el Secretariado nunca hubo una mujer. Las decisiones las tomaban los hombres, incluso en la paz”.
Las reglas eran claras y rígidas. También el control sobre los cuerpos: “La planificación era obligatoria. Lo que hubiera. No importaba tu edad ni tus hormonas. Las relaciones eran obligatoriamente heterosexuales. Las diversidades eran vistas como parte de la descomposición social”.
Alexa descubrió que era lesbiana durante su tiempo en armas. Pero lo calló. “Después de los 23, tuve un acercamiento sexo afectivo con una chica. Lo que sentí no me pasaba con un man. Pero había miedo al fusilamiento”. No era metáfora aunque ella directamente no vio ningún caso, si le contaron algunas anécdotas de otros. “Conocí historias de gente que fue fusilada por eso”.
La identidad era una trinchera invisible. Una más.
Vivió su identidad en silencio. Años después, ya en la vida civil, y tras la firma de la paz comenzó a aceptarse. “Yo esperaba que la gente me acabara en redes. Por el contrario, fueron muy receptivos”. Encontró a Ivonne, su compañera, su esposa. El amor con el que construyó un hogar, publicó un libro y sigue caminando pese a todo el dolor y el ruido del mundo.
Dibujar con la luz en medio de la guerra
En medio del conflicto, Alexa encontró algo inesperado: una cámara. Esta se convirtió en una herramienta pero también como una excusa para ver el mundo de otra forma. “Llevaba una fotógrafa en mis adentros. La fotografía me salvó la vida. Siempre tuve la mirada. Veía algo y decía: eso está bonito”.
Liliana Suárez, su comandante y quien estuvo 26 años en las FARC-EP le enseñó a usar una cámara en el 2012. Le regaló un disco. “No cualquiera podía tener una cámara. Una imagen podía ser información para la inteligencia militar. Aprendí a encriptar archivos, a guardar con cuidado”.
“Liliana fue mi maestra de fotografía, pero también fue la mamá que me dio la guerra”, escribe en su libro Disparos x Disparos.
No fotografiaba desfiles ni postales de poder. Fotografió lo cotidiano. “Un colibrí en cortejo, un atardecer, una flor rara en el camino. La trocha, el fogón, un partido de fútbol, el cuerpo sin descanso”. Imágenes que no pedían permiso, ni daban explicaciones pero que decían tanto de su vida
El archivo que construyó en la selva fue semilla de lo que vendría después. “Mi esposa me ayudó a armarlo. Disparos x Disparos es un fotolibro que resume 11 años de guerra en cinco capítulos. Lo autofinanciamos todo”.
La vida que sigue y se construye día a día
Después del acuerdo de paz, se apartó del partido político que surgió del proceso, habían diferencias, razón por la que tomó distancia y solo empezó a construir su vida de nuevo. Recomenzar, realmente recomenzar y dejar atrás esos años, comprometiéndose a vivir, a construir en paz: “No quería seguir tomando cerveza con gente que me hablara de bombardeos. Quiero que me inviten a un museo, a un teatro”.
La fotografía se volvió su oficio y su forma de memoria. Trabajó en la presidencia de la república un tiempo, convirtiéndose en la primera mujer firmante de la paz en llegar a la Casa de Nariño. Publicó su libro.
Piensa en la paz, pero no como un papel firmado. “La paz se trabaja desde lo cotidiano. Desde la señora que en el Chocó enseña a tocar marimba para que los pelados no terminen en una bandola. Eso también es paz”, explica.
No se victimiza. No se romantiza. No justifica. Se planta. Y se nombra. “Soy lesbiana, soy feminista, soy firmante del acuerdo de paz”, porque tiene claro que lo que no se nombra, no existe.
Alexa Rochi no eligió la violencia. Le tocó sobrevivirla, enfrentarla y, de alguna forma, transformarla. “Mientras tanto, toca hacerle”, dice al final. Ahora, sabiendo que con cada imagen que captura, dispara otra cosa: memoria.