Juan Pablo Manjarres

Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

El profe corrompido

A veces pienso que la docencia no se corrompe por dinero ni por poder, sino por algo más peligroso: la rutina, la indiferencia y el cansancio del alma. Lo he visto. Lo he sentido. Y duele.

Cuando un maestro empieza su camino, lo hace con los bolsillos llenos de sueños. Llega con ideas frescas, con brillo en los ojos, con esa ilusión de que podrá cambiar el mundo desde un tablero. Pero el sistema -ese monstruo de papeleos, evaluaciones absurdas, comisiones sin sentido y falta de empatía- empieza a devorarlo en silencio. Lo ahoga poco a poco, lo acostumbra al “da igual”, al “no vale la pena”, al “mejor no me esfuerzo tanto”.

He escuchado muchas veces esa frase maldita en la sala de profesores: “Espere que pasen uno o dos años, así inician todos”. Lo dicen con una sonrisa cómplice, como si la alegría fuera una fiebre temporal, una moda pasajera, una ingenuidad propia de los recién llegados. Pero no. Lo que debería quitarse no es la pasión, sino la costumbre de matar la esperanza.

El profe corrompido no es necesariamente malo. Es, más bien, un sobreviviente. Es ese docente que alguna vez quiso innovar, pero se cansó de que nadie lo valorara. El que quiso exigir, pero terminó cediendo porque las familias reclamaron más notas que procesos. El que quiso hablar, pero se calló porque sabía que enfrentarse al sistema le costaría su paz.

El profe corrompido es el que ya no enseña para transformar, sino para cumplir. El que da clases sin convicción, que pasa a los estudiantes por pasar, porque reprobar implica más papeleo que aprendizaje. Es el que prefiere llenar planillas antes que llenar mentes. Es el que se maquilla mientras hablan de sus estudiantes, el que finge compromiso en reuniones, el que presume en redes sociales ser “docente con alma” mientras ignora las miradas tristes de sus estudiantes en el aula.

Y no lo digo desde el juicio. Lo digo desde la tristeza. Porque también he sentido esa tentación de bajar los brazos, de dejarme arrastrar por la corriente, de pensar que el esfuerzo no vale la pena. La educación en Colombia no solo necesita recursos: necesita esperanza, reconocimiento y humanidad.

El maestro se corrompe cuando lo tratan como un número, cuando su voz no cuenta, cuando su pasión se convierte en un trámite. Se corrompe cuando las familias lo ven como el enemigo, cuando los directivos confunden autoridad con castigo, cuando para los coordinadores o rectores, el malo siempre es el profesor, cuando el Estado le exige todo pero le da tan poco. Y se corrompe, sobre todo, cuando empieza a creer que su trabajo no cambia nada.

Y están también esos docentes que, desde su comodidad, se burlan del que intenta hacer algo distinto. Los que critican al que innova, al que propone, al que se atreve a soñar. Dicen amar la educación, pero no mueven ni un dedo por dignificarla. Repiten en sus discursos palabras como “vocación”, “entrega” o “pasión”, mientras en la práctica solo buscan cumplir el horario y esperar el viernes. Se ríen del colega que llega con ideas nuevas, lo llaman “soñador”, “intenso” o “sobreactuado”, sin entender que el verdadero problema no es hacer de más, sino haberse acostumbrado a hacer de menos; aunque claro, ¿quién hace de más sin un reconocimiento por ello? Esa burla silenciosa, disfrazada de experiencia, es otra forma de corrupción: la que mata el entusiasmo ajeno y convierte la docencia en un lugar donde el conformismo se disfraza de madurez.

Pero yo sigo creyendo. Creo en esos profes que aún llegan al aula con el corazón en la mano, que preparan sus clases con amor, aunque nadie los aplauda, que defienden la ternura como una forma de resistencia. En los que se atreven a innovar, a escuchar, a llorar si es necesario. En los que, a pesar de todo, siguen creyendo que cada niño merece un maestro que no se rinda.

No hay corrupción más peligrosa que la que se normaliza. Y la del alma docente se ha vuelto invisible. Nadie la denuncia porque no suena escandalosa. Pero se nota. Se nota en las aulas apagadas, en los niños sin motivación, en los colegios donde todo se volvió trámite y donde enseñar dejó de ser un acto de amor para convertirse en una rutina administrativa.

Yo no quiero ser ese profe corrompido. No quiero acostumbrarme a la mediocridad, ni justificar la indiferencia. Quiero seguir creyendo, aunque el sistema tal vez no. Quiero que mis estudiantes me recuerden no por lo que les enseñé, sino por lo que los hice sentir.

La educación no se defiende con discursos, sino con coherencia. Con acciones pequeñas, con gestos humanos, con la valentía de no dejarse apagar. Porque el día que los maestros dejemos de soñar, ese día los niños también dejarán de hacerlo.

Y si algún día alguien me dice “eso se te va a quitar”, ojalá no tengan razón. Ojalá nunca se me quite la terquedad de creer que enseñar sigue siendo un acto revolucionario. Porque, a pesar de todo, sigo convencido: El sistema puede estar podrido, pero somos cada uno de nosotros quienes elegimos si pudrirnos con él o no.

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