Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

Nuestra fábrica de mercenarios

Si nombro al jeque Mansour Bin Zayed Al Nahyan creo que pocos lectores de esta columna podrían identificar de quién se trata. Este caballero, cuyo nombre y rango hacen suponer palacios, yates, participación en empresas de alto perfil y fondos soberanos (de hecho controla un fondo de 330 mil millones de dólares), tiene entre otros muchos juguetes, un club de fútbol: el Manchester City FC. Ya con este último dato puede que sí haya algún lector colombiano que lo identifique. El fútbol, religión pagana de nuestro tiempo, siempre saliendo al quite de nuestra ignorancia.

Pues bien, resulta que en días pasados, en uno de esos muchos conflictos olvidados que hay en el mundo —en Somalia— hubo unas matanzas de población horrorosas que, sin embargo, pasan inadvertidas para la mayoría de sus congéneres en la Tierra. Las milicias llamadas Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) emprendieron unas ejecuciones contra civiles no árabes desarmados cuya magnitud se puede intuir por un dato: según el análisis de imágenes satelitales, de los que informa el centro Raoul Wallenberg para los Derechos Humanos, se observaban charcos de lo que parecía ser sangre desde el espacio.

Y comencé presentándoles al jeque Mansour Bin Zayed Al Nahyan porque las FAR no podían haber perpetrado esta última matanza sin el respaldo de los Emiratos Árabes Unidos, que les proporcionan armas, financiación y apoyo político; y ahí es donde aparece el caballero arriba mencionado, miembro de las familia real de Abu Dhabi y vicepresidente de los Emiratos Árabes Unidos quien, por supuesto, niega cualquier vinculación con la carnicería sudanesa.

El conflicto en Sudán es largo y complejo, pero en Colombia haríamos bien en ocuparnos de él por una razón que veremos más adelante. Desde abril de 2023, el Ejército regular de ese país se enfrenta con la FAR por el control político y económico del país. Detrás de ambos bandos se extiende una red de intereses regionales y globales. Los Emiratos Árabes Unidos son acusados, como digo, de suministrar armas, drones y municiones a la milicia responsable de las atrocidades; Egipto y, en menor medida, Irán, apoyan al Ejercito sudanés. La guerra por Darfur se libra hoy con el oro de Sudán y el silencio del mundo como combustible. 

Ese silencio tiene nombre: Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La institución encargada de salvaguardar la paz y la seguridad internacionales ha emitido, hasta ahora, apenas dos resoluciones simbólicas, sin efecto ni  consecuencias. Peor aún: los cinco miembros permanentes del Consejo —Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China— mantienen estrechos lazos de defensa y cooperación militar con los Emiratos Árabes Unidos.

Ninguno tiene autoridad moral para condenar un conflicto en donde se emplean sus propias armas. En los campos de batalla de Darfur se han identificado drones chinos, fusiles rusos, blindados británicos, tecnología francesa y munición estadounidense. Todas las potencias están de un modo u otro presentes. La neutralidad se ha vuelto imposible cuando la impunidad se convierte en norma diplomática.

Y, en un giro tan inquietante como vergonzoso, Colombia también aparece en este tablero. Según diversas investigaciones, centenares de exmilitares colombianos —reclutados por intermediarios vinculados a empresas de seguridad con sede en los Emiratos— han sido desplegados en Sudán para apoyar a las FAR. Algunos de ellos participaron en las operaciones del El Fasher. Hombres formados en el conflicto colombiano, curtidos en décadas de guerra interna, convertidos ahora en mercenarios de exportación.

El fenómeno revela una herida que Colombia no ha sabido cerrar. Miles de excombatientes que quedaron a la deriva tras los mal llamados acuerdos de paz, sin oportunidades ni futuro; y muchos han encontrado en los ejércitos privados extranjeros una salida —o una condena—. Pero su presencia en un escenario de crímenes de guerra plantea una pregunta ineludible: ¿qué clase de país produce soldados que terminan sirviendo en las guerras de otros?

El conflicto colombiano ya no es solo un drama nacional: se ha transformado en una fábrica global de combatientes a sueldo. En los desiertos de Darfur, donde se escuchan acentos colombianos entre los verdugos, el eco no solo denuncia la miseria del Sur global, sino también la hipocresía de un orden internacional que prefiere la impunidad a la coherencia moral.

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