Alejandro Toro

Conferencista y defensor de derechos humanos en Colombia. En la actualidad Representante a la Cámara del departamento de Antioquia por el Pacto Histórico, período 2022-2026. ​​​​

Alejandro Toro

¿QUÉ HACEMOS PARA QUE LOS ARRIENDOS NO ACABEN CON EL BOLSILLO DE LA GENTE?

En Colombia, la palabra “progreso” se ha convertido en la excusa favorita de la derecha para justificar el despojo, amparados en el discurso del desarrollo urbano, promueven una transformación de las ciudades que arrasa con la vida popular, pues desplaza comunidades enteras, rompe lazos sociales, borra memorias barriales y condena a miles de familias al exilio dentro de su propio territorio. Este fenómeno llamado gentrificación no es un accidente ni una consecuencia inevitable del crecimiento, es una estrategia deliberada de expulsión, alentada por políticas neoliberales, pactos silenciosos con el gran capital y una idea profundamente clasista de ciudad. Durante años fue ignorado o romantizado por los gobiernos de turno; hoy, desde una mirada crítica, ética y profundamente política, debe ser enfrentado como lo que es, una forma moderna de despojo urbano.

La gentrificación ocurre cuando los sectores populares, históricamente marginados y excluidos son expulsados de sus territorios por el aumento en los precios del suelo, los arriendos y los servicios. No se trata de un proceso espontáneo, sino inducido por lógicas del mercado inmobiliario, políticas de ordenamiento regresivas y la privatización silenciosa del espacio público. Ciudades como Bogotá, Medellín, Cartagena y Cali se han convertido en escenarios donde los pobres estorban y los inversionistas mandan.

Los datos son contundentes. En Medellín, entre finales de 2022 y marzo de 2023, el metro cuadrado pasó de $5,9 millones a $6,4 millones. En algunas zonas de la ciudad, los precios de vivienda aumentaron más de un 43 %. En Bogotá, el fenómeno se concentra en Chapinero, Teusaquillo y algunas zonas del centro histórico, donde el auge de plataformas como Airbnb ha hecho invivible la vida para quienes no tienen ingresos dolarizados, barrios tradicionales donde antes vivían trabajadores, estudiantes, hoy están copados por turistas de paso, cafés de especialidad y edificios de lujo con seguridad privada. La vida comunitaria ha sido reemplazada por la estética del desarraigo.

El presidente Gustavo Petro ha sido claro al respecto. Lo que se está imponiendo en nuestras ciudades es una política de exclusión, quienes impulsan y se benefician del modelo actual están expulsando a la población de bajos ingresos hacia las periferias más inseguras, mientras los centros urbanos se transforman en vitrinas para la inversión extranjera y el turismo internacional. Es una forma de violencia silenciosa pero devastadora, no ejercida con armas, sino con precios, desalojos y decisiones que priorizan el lucro sobre el derecho a habitar.

En este contexto, resulta indispensable avanzar hacia un enfoque legislativo coherente con la apuesta del Gobierno nacional por una justicia territorial y urbana, garantizar el derecho a habitar dignamente implica revisar las dinámicas del mercado de vivienda, incluyendo la posibilidad de establecer topes razonables a los aumentos de arriendo y mecanismos de protección para quienes han construido comunidad en sus barrios. Tal como lo ha señalado el presidente Gustavo Petro, no es aceptable que la lógica del capital inmobiliario desplace a las familias populares hacia las periferias, mientras los centros urbanos se reservan para los intereses del turismo o la inversión especulativa. Por ello, es pertinente abrir el debate sobre la regulación de plataformas de alquiler temporal y otras formas de uso intensivo del suelo urbano que están contribuyendo a la expulsión silenciosa de los sectores de menores ingresos. Avanzar en medidas que prioricen la función social de la propiedad y la permanencia en el territorio no es solo viable, es urgente si queremos construir ciudades más democráticas, habitables y equitativas.

La gentrificación no es una consecuencia inevitable del desarrollo, es una estrategia que expulsa a los más vulnerables para abrir paso a la rentabilidad del suelo. Bajo el disfraz del progreso se están borrando comunidades enteras y desplazando a quienes durante años han sostenido la vida urbana. No se trata de embellecer la ciudad, sino de vaciarla de pueblo, de historia y de resistencia.

Frente a esta realidad, urge una acción legislativa decidida que garantice el derecho a habitar con dignidad. No podemos seguir permitiendo que el mercado inmobiliario y el turismo sin control definan el rumbo de nuestras ciudades. La justicia urbana no puede quedarse en el discurso, debe convertirse en leyes que aseguren permanencia, arraigo y equidad territorial. La ciudad no puede ser un privilegio para unos pocos, debe ser un derecho garantizado para todos. La permanencia del cambio es imperativa, hay que frenar el desalojo en defensa de quienes han construido la vida desde los barrios populares.

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