Desde que la Constitución Política de Colombia vio la luz el 4 de julio de 1991, su texto ha sido objeto de reformas en más de 60 ocasiones, algunas veces hasta en 5 o más oportunidades en un mismo año como ocurrió en el 2011, 2017 y 2019, y pese al altísimo promedio de modificaciones, la mayoría se han centrado en un grupo bastante escaso de temas, a veces repetitivo, siendo uno de los más frecuentes el régimen electoral y político, donde como país hemos cambiado en más de una ocasión los mismos artículos.
En medio de esta andanada reformista el transfuguismo no ha sido la excepción, de hecho, la última vez que se trató este asunto fue en el año 2009, a través del acto legislativo 01 del 14 de julio, cuando los mismos artículos 107 y 108 superiores, que por estos días se intentaron modificar nuevamente, fueron reformados para permitir una figura similar de transfuguismo, aunque con limitaciones importantes, llámeseles reglas del juego mínimas, que fueron incluidas fruto del debate congresional y que salvaron en parte el sistema político que enfrentaba graves riesgos, ejemplo claro de ello, la salvaguarda de ser una figura excepcional, no permanente y de la que solo puede darse uso por una única vez, todas ellas suprimidas en la reciente reforma que se presentó en segunda vuelta ante el Senado.
Tal como lo menciona Francesca Passarelli, al analizar el fenómeno del transfuguismo político desde una perspectiva económica, su existencia es la fiel radiografía de una crisis de representación política. Sus causas, aunque variadas, coinciden generalmente en el oportunismo, no en un criterio democrático o de necesidad política, ni mucho menos en los ideales o en la búsqueda de credibilidad, más por otra parte, motivadas por el triunfo de los intereses individuales de los actores políticos por incrementar las opciones de ser elegidos.
Otras causas también probables en nuestro sistema político, pueden explicar el deseo del transfuguismo en la coyuntura electoral que se avecina, como ocurre en Colombia de cara a las elecciones de Presidencia y Congreso del 2026, o también por las crisis internas que existen en algunos partidos o movimientos políticos, a partir de divisiones y sectarismos exacerbados por una narrativa de pugnacidad permanente, cada vez más presente en la agenda pública y ahora imperante en los discursos del mismo jefe de Estado.
Todo lo anterior, en gravísimo detrimento de la estabilidad política, de las garantías electorales y de la transparencia del sistema que nos llevan nuevamente a un concepto común: el oportunismo, que ensombrece la necesidad de una reforma política seria.
La importancia de un sistema político estable y fuerte fundado en la consolidación de los partidos políticos, responde a la defensa de dos pilares democráticos fundamentales que todos los colombianos necesitamos comprender y acoger: por una parte, la división de poderes enarbolada en la independencia del cuerpo legislativo que garantiza un control al poder ejecutivo, y no, por el contrario, un sometimiento a los gobiernos de turno, sean de izquierda, centro o derecha; y por otro lado, la representación de los ideales políticos, los principios, las ideas y la defensa de las convicciones que, por obra de la democracia representativa, están en cabeza del parlamentario, diputado, concejal y edil, pero que actúan no de forma aislada, sino como parte de una colectividad que pregona y lucha por dichas convicciones comunes con sus electores.
Sin embargo, con la última reforma que se presentó en el Senado, se erosionaba de manera definitiva el sistema de partidos políticos que, pese a sus debilidades, preserva en su esencia, más en unos partidos que en otros, la defensa de las convicciones que el ciudadano eligió al momento de ejercer su derecho al voto y que aún se mantienen firmes ante los intentos de sustitución de las instituciones y el riesgo de la entropía.
Por ello, haber permitido un transfuguismo libre y permanente, tal y como se propuso en la reforma constitucional que se discutió hace unos días, además de generar una grave inestabilidad política, constituía un fraude al elector, quien votó por uno u otro de los candidatos a partir de las coincidencias de convicciones e ideales y que lamentablemente, al paso de unos pocos meses, o luego de años, o en cualquier momento, quedarían defraudados cuando el candidato ya elegido decide cambiar su filiación política sin motivación legítima o limitación legal alguna.
No hay duda de las grandes dificultades que enfrentan los partidos y movimientos políticos en Colombia, en aspectos como la confianza del público, la credibilidad y la transparencia, aparte de la legitimidad; no obstante, es el elector en las urnas quien tiene la responsabilidad y el deber de castigar a los representantes que han defraudado las promesas, que han traicionado los ideales y coaligado con la criminalidad. Esta es la invitación que quiero dejar. De manera que, si queremos transformar la usanza política indeseable y transitar hacia la legitimidad de las instituciones de elección popular, no hay que destruir los partidos políticos, hay que quitarle espacio a los partidos y funcionarios corruptos, para abrirle camino a las ideas honestas.
Y muy importante, de ningún modo acudir a reformas constitucionales previas a elecciones, que a la postre terminarán por beneficiar exclusivamente a quienes vean oportunidad en el trámite, por eso también celebramos el hundimiento de la iniciativa en el Senado y con esperanza confiamos ver, más temprano que tarde, quizás en unos pocos años, una nueva reforma constitucional que sí genere un cambio en este sentido.