Juan Restrepo

Ex corresponsal de Televisión Española (TVE) en Bogotá. Vinculado laboralmente a TVE durante 35 años, fue corresponsal en Manila para Extremo Oriente; Italia y Vaticano; en México para Centro América y el Caribe. Y desde la sede en Colombia, cubrió los países del Área Andina.

Juan Restrepo

Desesperanza en la Audiencia de los Confines

Vuelvo a Honduras después de muchos años, y lo primero que me asalta es una sensación de déjà vu histórico, como si este país estuviera condenado a repetirse a sí mismo en un bucle de fatalidad. Los españoles llamaron a este territorio la Audiencia de los Confines. La expresión tenía sentido administrativo —era el confín entre Guatemala y Nicaragua, el alto tribunal que debía organizar la justicia en una tierra vasta y ardua—, pero había también algo profético en aquel nombre. “Confines” no solo describía una frontera geográfica: definía un destino. El confín como lo remoto, lo periférico, lo que queda fuera de la mirada del mundo. Y así ha seguido Honduras durante siglos: aislada, pobre, ignorada incluso por sus propios vecinos.

 

Pienso en mi última visita, a finales de los años noventa, cuando el país acababa de ser golpeado por el huracán Mitch. Fue más que un desastre natural; fue un castigo bíblico. Recuerdo cómo el huracán parecía jugar con Honduras: se iba al mar, tomaba fuerza y regresaba con una furia multiplicada, arrasando una región distinta cada vez, como si la Naturaleza hubiera decidido borrar al país del mapa por capítulos. A mí, entonces, lo confieso, también me pareció una señal del destino: la confirmación de una condena silenciosa que ninguno de sus habitantes se merece.

 

Hoy, tantos años después, llego y me encuentro con otro símbolo: el funeral de Juan Ramón Matta Ballesteros. Su nombre, casi olvidado en Colombia, fue un emblema del narcotráfico latinoamericano en los años setenta y ochenta, enlace entre Medellín y Guadalajara, pieza clave en la ruta de la cocaína hacia Estados Unidos. Matta, como Escobar, llegó a ofrecer pagar la deuda externa de Honduras. Un narco cargando con el peso del Estado: la metáfora perfecta de un país atrapado entre la impotencia y la necesidad. El gobierno de entonces rechazó la oferta, pero el gesto quedó flotando como un recordatorio de quién manejaba realmente las palancas del poder. Su muerte ahora, tan discreta como estruendosa fue su vida, parece cerrar un capítulo que la realidad nunca cerró. Cambiaron los estilos, cambió la violencia, cambiaron los nombres; pero las mafias siguen aquí, más profundas, más enraizadas, más dueñas de todo.

 

Y en medio de este clima, Honduras se encamina el próximo 30 de noviembre hacia unas elecciones generales que se anuncian inciertas, frágiles, tensas. La democracia hondureña —si aún puede llamarse así— avanza cojeando, con un Consejo Nacional Electoral cuestionado, con investigaciones penales por presunta planificación de fraude, con un empate técnico entre Salvador Nasralla, Rixi Moncada y Nasry Asfura que presagia una noche electoral interminable.

Hay violencia política, hay instituciones debilitadas, hay una memoria reciente de procesos fallidos. Nadie parece confiar en nadie. Ni en los candidatos, ni en el árbitro, ni en las reglas del juego. Lo que se avecina es más bien una prueba de supervivencia colectiva.

Y mientras tanto, el país sangra por todas las grietas. En 2025, Honduras presenta los peores indicadores sociales de Centroamérica: pobreza extendida, criminalidad asfixiante, analfabetismo persistente, un sistema de salud exhausto. No es solo que esté mal; es que está peor que sus vecinos, que ya es decir. Una persona peruana, buena conocedora de la realidad del continente y que por razones de trabajo fue destinada a Tegucigalpa, me dijo: “no era consciente de vivir en Suiza hasta que vine aquí”. Y lo más grave no son las estadísticas, sino la sensación de falta de un horizonte, un proyecto, una esperanza mínima a la que aferrarse. Y la ausencia del Estado evidente en infinidad de detalles de la vida cotidiana.

Camino por Tegucigalpa (ausencia absoluta de agentes de policía) y siento que regreso a la Audiencia de los Confines: un territorio al borde de algo, pero que no se sabe muy bien qué. Tal vez del abismo, tal vez de la resignación eterna. Un país al que nadie mira, del que nadie habla, del que solo llegan noticias cuando hay muertos, huracanes o capos del narco.

He vuelto años después, y en este regreso encuentro la misma melancolía, la misma desolación y la misma dignidad silenciosa de quienes viven aquí. Pero también una sombra más grande, más pesada, más persistente. En los confines, la esperanza parece siempre un huésped de paso. Y uno no puede evitar preguntarse cuánto tiempo más aguantará este país sin que el mundo, de una vez por todas, se fije en él.

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