Colombia enfrenta un problema determinante para su desarrollo: un Estado que produce demasiadas normas y muy pocos resultados. Durante décadas, el país ha respondido a casi todos sus problemas con nuevas leyes, decretos y regulaciones, sin evaluar con rigor si esas decisiones realmente mejoran la vida de las personas. El resultado es un entramado normativo complejo, costoso y, en muchos casos, contraproducente.
La falta de eficiencia estatal no se explica solo por corrupción o falta de recursos. También es consecuencia de una mala calidad regulatoria. Colombia tiene un volumen creciente de normas que se superponen, generan incertidumbre jurídica y elevan los costos de cumplir la ley, especialmente para ciudadanos, emprendedores y pequeñas empresas. Cuando cumplir las regulaciones se vuelve más costoso que estar en la informalidad, ser informal deja de ser una anomalía y se convierte en la regla.
La mejora regulatoria parte de una idea sencilla pero poderosa: antes de expedir una norma, el Estado debe preguntarse si es una función legítima del Estado intervenir, si es necesaria, si existen alternativas menos costosas y cuáles serán sus efectos económicos, sociales y territoriales. Esto es lo que se conoce como análisis de impacto normativo (AIN), una herramienta ampliamente utilizada en países de la OCDE, pero todavía débilmente aplicada en Colombia. Muchas leyes se aprueban sin estimar su impacto fiscal, su efecto sobre el empleo, la inversión o la productividad, y mucho menos su viabilidad institucional.
Legislar sin evidencia tiene consecuencias reales. Normas laborales que encarecen la contratación terminan aumentando la informalidad. Regulaciones tributarias mal diseñadas incentivan la evasión y reducen la base de contribuyentes. Trámites excesivos excluyen a las microempresas del mercado formal. En todos estos casos, la intención puede ser loable, pero los resultados son negativos. Como advirtió Milton Friedman, uno de los grandes errores de la política pública es juzgarla por sus intenciones y no por sus efectos.
El Congreso tiene un papel central en corregir este problema. No solo porque es el órgano encargado de producir la ley, sino porque también ejerce control político sobre el Ejecutivo. Un Congreso moderno no es el que aprueba más leyes, sino el que aprueba mejores leyes. Esto implica fortalecer sus capacidades técnicas, exigir evaluaciones ex ante y ex post de las normas, y asumir la responsabilidad de derogar o corregir aquellas que no funcionan.
En esa dirección, la Oficina de Asistencia Técnica del Congreso debe dejar de ser un actor que solo existe en el papel y convertirse en una pieza clave del proceso legislativo. Su función debería ser evaluar el impacto fiscal, económico y social de los proyectos de ley, advertir riesgos y ofrecer alternativas. Sin evidencia, el debate legislativo se reduce a posiciones ideológicas o cálculos políticos de corto plazo.
Desde el Senado también es posible impulsar una agenda de depuración normativa. Colombia necesita revisar su marco legal, eliminar normas obsoletas, simplificar trámites y reducir cargas regulatorias innecesarias. Menos reglas mal diseñadas pueden ser más efectivas que muchas reglas que nadie cumple. La eficiencia del Estado no se logra solo con recortes presupuestales, o eliminando entidades, sino con mejores leyes y regulaciones.
Finalmente, mejorar la calidad de la regulación es una condición para fortalecer la confianza institucional. Cuando las reglas son claras, estables y razonables, las personas cumplen más, invierten más y participan más en la economía formal. Un Estado que regula bien es un Estado que funciona mejor, gasta mejor y sirve mejor.
La tarea es urgente. La próxima legislatura tendrá que enfrentar restricciones fiscales severas, demandas sociales legítimas y una economía que necesita crecer. En ese contexto, legislar con evidencia, evaluar impactos y mejorar la calidad normativa no es un lujo tecnocrático: es una necesidad democrática. Gobernar bien empieza por legislar mejor.
