Gloria Diaz

Profesional en Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Externado; Magíster en Estudios Interdisciplinarios sobre desarrollo; especialista tanto en Gestión Regional del Desarrollo como en Gestión Pública e Instituciones Administrativas de la Universidad de los Andes. Tiene amplio conocimiento y experiencia en agenda legislativa y control fiscal, y un gran interés por la implementación, ejecución y evaluación de políticas públicas. Gerenció la Contraloría General de la República en el departamento de Boyacá. Así mismo, fue Edilesa de la localidad de Santa Fe.

Gloria Diaz

El cuidado que no se cuida: dignidad para quienes sostienen la vida

En Colombia, el cuidado sigue siendo una labor invisibilizada, subvalorada y profundamente feminizada. A pesar de que los discursos sobre derechos, equidad y bienestar social avanzan, el país continúa sin brindar garantías reales a quienes dedican su vida a cuidar de otros. Nos referimos a los cuidadores, especialmente mujeres, que a diario sostienen la vida de personas en situación de discapacidad, adultos mayores y enfermos crónicos, muchas veces sin descanso, sin salario digno, sin acceso a salud o pensión, y con escaso reconocimiento social e institucional.

Según cifras del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), alrededor del 7% de la población colombiana tiene algún tipo de discapacidad, lo que representa aproximadamente 3,6 millones de personas. Cada una de estas personas requiere apoyos distintos, pero una buena parte de ellas necesita asistencia diaria y permanente, es decir, un cuidador o cuidadora que esté presente durante buena parte de su jornada. En la mayoría de los casos, esta labor recae sobre mujeres de su entorno familiar, quienes se ven obligadas a renunciar a su vida laboral, académica o social para atender exclusivamente a quien cuidan.

Esta situación no es nueva, pero sí cada vez más insostenible. En un país donde el trabajo de cuidado no remunerado representa cerca del 20% del PIB, según un estudio del DANE y ONU Mujeres, resulta escandaloso que aún no se hayan diseñado políticas estructurales y sostenibles para garantizar condiciones de dignidad laboral, seguridad social y descanso para quienes se dedican a cuidar. Peor aún, no hay una política nacional que reconozca oficialmente a estas personas como trabajadoras con derechos, a pesar del altísimo valor social de su tarea.

El testimonio de Jaquelin Manosalva, una cuidadora permanente, lo resume todo: “Digamos que se gane 100 mil pesos a la semana, le pagan 50 mil en esa casa, son 400 mil al mes, sin ninguna prestación social. Y va a Secretaría de Hábitat, le exigen ahorro programado para poder tener un subsidio. 400 mil pesos para vivir, para comer, pagar arriendo, para atender a los suyos y le exigen ahorro programado”. Su caso no es una excepción, es el reflejo de miles de historias en todo el país, en las que las condiciones económicas, laborales y sociales no alcanzan ni para garantizar lo básico.

Además del problema de ingresos, hay una carga física y emocional que se acumula en los cuerpos y las mentes de los cuidadores. La Fundación Valle del Lili señala que el 70% de los cuidadores presenta altos niveles de estrés, ansiedad y depresión, y más del 40% padece problemas de salud derivados de la sobrecarga física. Esta es una alerta roja que debería activar todos los dispositivos de política pública, porque no se trata solo de proteger a quien recibe el cuidado, sino también a quien lo brinda.

La precariedad estructural del cuidado en Colombia también tiene rostro territorial. En muchas zonas del país, especialmente en periferias urbanas y zonas rurales, las personas cuidadoras enfrentan barreras adicionales: falta de transporte accesible, viviendas inadecuadas, ausencia de centros de atención, y escasa presencia del Estado. Jaquelin, por ejemplo, vive en una propiedad horizontal en el quinto piso, sin ascensor, y debe cargar a su hijo con discapacidad cada día escaleras arriba. ¿Qué Estado puede llamarse garante de derechos cuando permite que eso ocurra?

La nueva Ley de Salud Mental sancionada recientemente por el Gobierno Nacional representa un avance importante, en tanto reconoce el derecho a la salud mental como un componente central del bienestar. Sin embargo, no incluye un enfoque específico hacia las y los cuidadores. ¿Cómo se puede hablar de salud mental sin considerar a quienes están al borde del colapso emocional por una carga de cuidado no distribuida, no remunerada y no acompañada institucionalmente?

Por otro lado, iniciativas como la de la Alcaldía de Manizales, que prioriza a los cuidadores como eje de su política social, son loables, pero aún son puntuales, localizadas y sin impacto nacional. Colombia necesita un Sistema Nacional de Cuidados robusto, descentralizado y con recursos garantizados. No se trata de ofrecer pañitos de agua tibia o programas asistenciales, sino de reconfigurar estructuralmente cómo entendemos, valoramos y sostenemos el cuidado.

En otros países de América Latina ya se han dado pasos importantes. Uruguay, por ejemplo, implementó desde 2015 un Sistema Nacional de Cuidados con presupuesto estatal, servicios públicos, corresponsabilidad entre géneros y reconocimiento formal del trabajo de cuidado. Chile y Argentina también avanzan con marcos legislativos y programas de acompañamiento y formación para cuidadores. Colombia no puede seguir rezagada en este asunto.

La OIT ha insistido en que el cuidado debe ser un eje central de la recuperación económica global. Invertir en el cuidado no solo genera empleo digno, sino que también mejora los indicadores de salud, educación y productividad. En Colombia, donde el desempleo femenino sigue siendo más alto que el masculino, reconocer y remunerar el trabajo de cuidado podría ser una estrategia clave para reducir las brechas de género.

Además, la deuda histórica con las cuidadoras está íntimamente relacionada con las desigualdades sociales y económicas. Las mujeres más pobres, las afrodescendientes, las indígenas, las desplazadas y las madres cabeza de hogar son las que más asumen el cuidado de manera no remunerada. Es decir, el sistema actual perpetúa y profundiza las desigualdades estructurales del país.

Desde un enfoque de derechos humanos, el cuidado no puede seguir siendo entendido como una obligación privada o una responsabilidad exclusiva de las familias. Es un derecho social y una necesidad pública. El Estado debe garantizar que cuidar no signifique empobrecerse, aislarse o enfermarse. Cuidar debería ser una elección digna, con acceso a servicios de respiro, apoyo emocional, formación y seguridad social.

La falta de datos sistemáticos y actualizados sobre cuidadores en Colombia también es un problema grave. Sin información confiable, no se puede planear ni intervenir de manera eficaz. Es urgente que el DANE y otras entidades del Estado construyan un sistema de información nacional sobre el cuidado, que permita dimensionar el problema, identificar brechas y orientar las políticas públicas.

En un contexto donde la población envejece, las enfermedades crónicas aumentan y las condiciones sociales siguen siendo desiguales, el cuidado se convierte en uno de los principales desafíos del presente y del futuro. No podemos seguir improvisando. Necesitamos una política de Estado, con visión de largo plazo y con participación activa de las personas cuidadoras en su diseño e implementación.

Además, urge avanzar en un marco normativo que reconozca el cuidado como trabajo, con prestaciones sociales, cotización para pensión, y acceso al sistema de salud. Así como existen beneficios para los servidores públicos o los trabajadores formales, debe haberlos para quienes cuidan. La justicia social empieza por reconocer a quienes sostienen la vida de los demás.

También es momento de repensar la arquitectura institucional del cuidado. El país necesita una institucionalidad fuerte, con presupuesto propio, competencias claras y capacidad operativa para coordinar las acciones entre los sectores de salud, educación, vivienda, trabajo, desarrollo social y género. No podemos seguir dependiendo de programas fragmentados o de la voluntad política de turno.

El testimonio de Jaquelin Manosalva debe conmovernos, pero sobre todo debe movilizarnos. “Esta mujer que vive en Bosa, Santa Fe, en propiedad horizontal, en el quinto piso no hay un solo ascensor y le toca subir y bajar con sus hijos”, nos dice. Cada escalón que ella sube sin ayuda del Estado es una denuncia viva del abandono institucional. No basta con aplaudir su fortaleza; hay que garantizar sus derechos.

Como sociedad, también tenemos una tarea pendiente: cambiar la narrativa sobre el cuidado. Dejar de verlo como sacrificio o vocación exclusiva de las mujeres, y comenzar a construir una cultura de corresponsabilidad. Cuidar debe ser una tarea de todos: hombres y mujeres, Estado y sociedad, lo público y lo privado. Solo así lograremos una verdadera transformación.

La dignidad del cuidado comienza con el reconocimiento. Y ese reconocimiento debe ser político, económico, social y cultural. No es un favor, es un derecho. No es una carga, es una labor esencial. Y como tal, debe ser protegida, remunerada y acompañada por el Estado.

En Colombia, cuidar no puede seguir siendo sinónimo de pobreza, agotamiento o invisibilidad. Cuidar es sostener la vida, y eso merece todo nuestro respaldo como país. Por eso, la agenda del cuidado debe ser una prioridad nacional. No más aplazamientos. No más discursos vacíos. Es hora de pasar de las palabras a los hechos.

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