Carlos Salas

Arquitecto de la Universidad de los Andes. Estudio Arte en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París.

Carlos Salas Silva

Se van con el tigre

Algo de ficción y mucho de cruda realidad se percibe en la manera como se está jugando el destino del país en estos momentos. Mientras está en juego el futuro de la región con la avanzada militar de Estados Unidos para combatir el narcotráfico —lo que implica desmontar una estructura criminal transnacional incrustada en todos los poderes de Centro y Suramérica, sin excepción, aunque con especial profundidad en algunos países, como Venezuela, principal objetivo militar y económico de Trump, aunque no el único—, pareciera que los candidatos a la presidencia de Colombia asistieran a otra obra, viviendo en una realidad paralela, desconectada de la magnitud del momento histórico.

Luego de una larga y conflictiva espera, por fin el Centro Democrático se decidió por Paloma Valencia como su candidata. Una muy buena elección, sin duda, aunque tardía y con un margen de maniobra reducido frente a la sorpresiva candidatura de Abelardo de la Espriella, que ha logrado tomar ventaja. Dirán los más optimistas que, con el apoyo de Uribe, Paloma despegará rápidamente. Otros, uribistas de corazón que no pertenecen a su partido —y lo dicen sin pudor en las redes—, se van con el tigre. A mi juicio, se perdió una oportunidad valiosa: Paloma aparece hoy más cercana al centro que a las posiciones radicales de Abelardo, en un momento en que la indefinición puede resultar mortal.

Ir a una consulta entre candidatos que apenas suman poco más del diez por ciento es una alcahuetería y un derroche de dinero injustificado, difícil de tolerar para un electorado cansado del despilfarro del presente y nefasto gobierno. Ya veremos en marzo si Paloma logra imponerse, apostando a un triunfo que no está, ni de lejos, garantizado. Las fuerzas politiqueras pueden terminar imponiéndose, y la mano de la izquierda —con una línea ética largamente corrida— intervendrá favoreciendo a su aliado, el traidor Santos. Se la juega peligrosamente Paloma y, sobre todo, su jefe, Álvaro Uribe.

Lo que me habría gustado que ocurriera —y que todavía podría ocurrir, si creemos en milagros— sería haber visto a Paloma reunida con Abelardo inmediatamente después de su designación como candidata, y que hubiesen llegado a acuerdos, suponiendo que los intereses de la Nación están por encima de los personales, como tanto cacarean los distintos candidatos, cosa que ya nadie les cree.

Pensando en todo esto vino a mi mente “Lazzaro feliz”, la película de la cineasta italiana Alice Rohrwacher, que vi recientemente y que me despertó ternura, pero también inquietud. La primera parte del filme nos sumerge en la cotidianeidad de una comunidad campesina explotada a mediados del siglo pasado por una marquesa que los mantiene aislados y engañados, sosteniendo un sistema feudal que ya no debería existir, pero que sigue operando gracias a la ignorancia, la deuda y el miedo. Nadie se rebela: cada cual cumple su papel dentro de un orden que parece inamovible.

En la segunda parte, esa comunidad es “liberada” y trasladada a una ciudad industrial a comienzos del siglo XXI. Sin embargo, la promesa de libertad resulta ser un espejismo: las condiciones de vida no mejoran, por el contrario, empeoran. El viejo sistema feudal ha sido sustituido por otro, más moderno, más abstracto e igual o más despiadado. El personaje de Lazzaro permanece intacto, atemporal, como un testigo silencioso que atraviesa ambos mundos observando como la injusticia sobrevive a los cambios de escenario.

No puedo evitar ver en esa estructura una metáfora inquietante de nuestro presente político: cambiamos de discursos, de candidatos, de formas, pero el fondo parece resistirse a transformarse. Los supuestos liberadores repiten gestos conocidos, y el país oscila entre la resignación y esperanza. Como en la película, pareciera que el problema no fuera solo quién gobierna, sino el sistema mismo en el que seguimos atrapados y al que, quien pretenda “destriparlo”, se le vendrán encima todos los otros, haciendo coro a una casta política reforzada durante este periodo con unos personajes, los unos más vergonzosos que los otros.

Me pregunto entonces qué quiere decirme mi inconsciente al superponer la delicadeza y la brutalidad de “Lazzaro feliz” con la mediocre función que hoy nos ofrecen los pretendientes a la siempre coqueta, zalamera y esquiva presidencia de la República. Hay algo de comedia en ambas puestas en escena, pero mucho más de tragedia. Hasta ahí llego. Solo me permito recomendarles, en estas fechas navideñas, que vean Lazzaro feliz: tal vez en esa fábula encuentren una clave para entender por qué, aun cuando creemos haber salido del feudo, seguimos caminando como si nada hubiera cambiado.

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Carlos Salas Silva
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