Colombia, un país sobre placas: del terremoto de 1906 al miedo de cada notificación de “temblor”

Jue, 11/12/2025 - 10:05
Colombia necesita hablar de sismos sin fatalismo, pero con seriedad. Necesita que la palabra “reforzamiento estructural” no sea un tecnicismo de ingenieros.
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En Colombia vivimos con una frase de cajón cada vez que la tierra se mueve: “tembló duro, pero menos mal fue pasito”. Lo decimos casi resignados, casi en automático, como si la normalidad fuera sentir el piso vibrar, ver la lámpara balancearse o leer en el celular la alerta de un nuevo sismo. Pero detrás de esa costumbre está una verdad incómoda: Colombia es un país sísmico por naturaleza… y seguimos actuando como si no lo fuera.

Pocas personas saben que el terremoto más fuerte registrado en la historia de nuestra región ocurrió el 31 de enero de 1906, frente a la costa del Pacífico, en la zona Ecuador–Colombia. Un sismo colosal, con una magnitud cercana a 8,8, capaz de generar un tsunami y ser sentido a miles de kilómetros. No fue una sacudida cualquiera: fue un recordatorio brutal de dónde estamos parados como país, geográficamente hablando, aunque en la memoria colectiva casi nadie lo tenga presente.

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Más de un siglo después, el miedo no viene solo de la magnitud de la tierra, sino de la magnitud de nuestra improvisación. Porque sí, tenemos instituciones, mapas de amenaza sísmica, normas de construcción y manuales de emergencia; pero también tenemos edificios levantados antes de cualquier reglamentación seria, barrios informales en laderas inestables, colegios sin refuerzo estructural y una ciudadanía que, en muchos casos, todavía ve los simulacros como una pérdida de tiempo.

En el discurso oficial, Colombia es un país preparado. En la realidad cotidiana, la pregunta es otra:
¿estamos preparados o simplemente hemos tenido suerte?

Los terremotos que marcaron nuestra historia reciente —Armenia en 1999, Popayán en 1983, Murindó en 1992, los sismos en el Meta, Santander o el Eje Cafetero— no solo dejaron muertos, heridos y casas en ruinas. Dejaron algo más profundo: la sensación de que aquí todo se reconstruye, pero casi nada se corrige de raíz. Se levantan viviendas, se hacen campañas, se anuncian recursos, se inauguran obras. Y luego, con el paso de los años, el miedo se diluye… hasta el próximo temblor.

Mientras tanto, las ciudades siguen creciendo hacia arriba y hacia los lados, muchas veces sin control. Torres que se venden como “vivienda de ensueño” en suelos que no resisten un sobresalto fuerte. Urbanizaciones levantadas a punta de licencias exprés. Familias que invierten los ahorros de su vida en un apartamento sin saber si ese edificio realmente aguanta un sismo mayor. Y nadie les explica que, en un país como Colombia, la seguridad sísmica no es un lujo técnico: es un derecho básico.

La conversación pública casi siempre llega tarde. Hablamos de placas tectónicas cuando se nos cae una fachada, cuando se agrieta una escuela, cuando un pueblo entero termina a oscuras porque un sismo tumbó las redes. Antes de eso, la prioridad es otra: la pelea política del día, la tendencia de turno en redes, la polémica que dura 48 horas. Pero la tierra no entiende de coyunturas: se mueve cuando se tiene que mover. Y cuando lo haga con fuerza otra vez, no habrá hilo de X ni discurso presidencial que alcance para justificar décadas de negligencia.

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En un país atravesado por la corrupción, la violencia y la improvisación, parecería exagerado sumar la palabra “sismo” a la lista de preocupaciones. Pero tal vez ahí está el punto: somos un país que ha normalizado el riesgo. Nos acostumbramos al desplazamiento, a las inundaciones, a los derrumbes, a las alertas rojas. Y ahora también normalizamos el temblor cotidiano, sin terminar de preguntarnos si el próximo movimiento va a ser “uno más” o el que nos pase una cuenta de cobro histórica.

Colombia necesita hablar de sismos sin fatalismo, pero con seriedad. Necesita que la palabra “reforzamiento estructural” no sea un tecnicismo de ingenieros sino una prioridad de política pública. Necesita que los colegios, los hospitales, los edificios de vivienda y las obras de infraestructura se miren sin maquillaje, sin actas acomodadas, sin cálculos políticos. Necesita que el ciudadano común sepa qué hacer, pero también sepa exigir.

Porque sí, vivimos sobre placas. Sí, este es un país sísmico. Y sí, la tierra va a seguir temblando.
La verdadera pregunta ya no es si va a temblar fuerte, sino cómo nos va a encontrar ese día: preparados o repitiendo, otra vez, que “menos mal no fue peor”.

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