
La detención de Iván Name y Andrés Calle, expresidentes del Senado y la Cámara, es mucho más que un escándalo de corrupción. Es una puerta abierta a la verdad incómoda sobre cómo se sostiene el poder en Colombia: a través de la compra deliberada de voluntades.
Ambos están acusados de haber recibido millonarios sobornos provenientes del entramado de corrupción de la UNGRD, con dinero desviado de contratos inflados, como el de los carrotanques para La Guajira. Pero esta no es una historia más de corrupción técnica: es un plan político con objetivos muy claros.
Los pagos, según la investigación, tenían como fin asegurar el control del Congreso y aprobar las reformas más ambiciosas del Gobierno, entre ellas la reforma pensional, que hoy es ley. Y ahí surge la verdadera pregunta: ¿quién dio la orden de pagar?
Porque si bien Name y Calle cobraron, alguien más necesitaba que cobraran.
Alguien que necesitaba sus votos. Sus presidencias. Su poder legislativo.
No fueron simples negocios personales: fueron decisiones de alto nivel con fines estratégicos.
La Ley 2381 de 2024, que reformó el sistema pensional, no se aprobó en un vacío. Fue impulsada, negociada y empujada por un Congreso que hoy sabemos estaba contaminado por la corrupción. ¿Qué legitimidad puede tener una reforma nacida de votos manchados por sobornos?
Pero la Fiscalía, hasta ahora, solo ha apuntado a quienes recibieron. El país sigue sin conocer quién autorizó los pagos, quién diseñó el operativo político, quién estaba dispuesto a todo para ganar gobernabilidad.
Y esa omisión no es casual: cuando se empieza a seguir la línea de mando del dinero, se llega al corazón mismo del poder.
¿Hasta dónde está dispuesta la justicia a llegar? ¿Hasta qué oficina? ¿Hasta qué despacho?
En este Radar K lo decimos sin rodeos:
No basta con capturar a los que se vendieron.
Hay que identificar quién los mandó a comprar.
Porque si no tocamos la cúpula, solo estaremos limpiando el barro de la superficie mientras el pantano sigue intacto.