Gustavo Petro ha vuelto a regalarnos unas de sus perlas lingüísticas. Esta semana, entre acusación y arrebato, a cuenta ahora de su “desafío” a Donald Trump, llamó “cipayos” a sus contradictores políticos. Y, claro, muchos quedaron rascándose la cabeza. ¿Cipayos? ¿Eso con qué se come? La mayoría de los colombianos no sabían si los estaba insultando o si se trataba de un nuevo grupo de música rock.
La palabra no es nueva: viene del persa sipahi, pasó al hindi como sepoy y fue adoptada por los británicos para designar a los soldados indios que servían en sus ejércitos coloniales. Los famosos cipayos, los originales, se rebelaron en 1857 contra sus amos británicos, y la historia los recuerda como símbolo de resistencia y también como ejemplo de lo que ocurre cuando se alquila la lealtad al mejor postor. Hasta ahí todo muy interesante… para un libro de historia del siglo XIX.
En América Latina, la izquierda sesentera recicló el término como insulto. Llamar “cipayo” equivalía a gritar: “¡vendido al imperialismo yanqui!”. Fue palabra de pancarta, de manifiesto estudiantil, de Comité Central. Si uno escuchaba “cipayo” en los sesenta, sabía que estaba en una asamblea de Juventud Comunista o en un mitin de mucha boina negra, con estrella frontal de cinco puntas y camiseta con la cabeza del Che Guevara.
Sin embargo, con el paso del tiempo, ese insulto perdió eficacia. El mundo cambió, la Guerra Fría terminó, las ideologías se reconfiguraron y la política latinoamericana fue dejando atrás —no siempre del todo, pero en buena medida— el diccionario de lucha de clases importado de Moscú y La Habana. Hoy, la palabra suena a reliquia del pasado. Es el tipo de muletilla que podría usar un profesor de sociología aferrado a los textos de Lenin, pero chocante en boca de un jefe de Estado que gobierna una democracia del siglo XXI.
Claro que en boca de Petro ya nada nos resulta chocante. Eso sí, él sigue siendo un “mamerto”: un militante que nunca se graduó del diccionario marxista-leninista de bolsillo. Su manual mental está poblado de oligarquías, pueblos oprimidos, imperios extranjeros y, por supuesto, cipayos. Mientras tanto, el resto del mundo anda ocupado con la inteligencia artificial, la economía digital y el cambio hacia una nueva era.
El problema no es solo semántico. Al usar esa palabra, Petro no habla con el país real, sino con los fantasmas de su juventud militante. Sus enemigos no son los cipayos al servicio de la Reina Victoria, ni títeres de la CIA en la Guerra Fría. Son políticos colombianos, empresarios y ciudadanos comunes que simplemente discrepan de él. Pero en su imaginación, cada contradictor se convierte en una repetición eterna de la lucha anticolonial.
La paradoja es deliciosa: un presidente que llegó al poder prometiendo a los incautos un cambio, atrapado en el lenguaje de 1968. Gobierna Colombia alguien que, en vez de redes sociales, parece necesitar un mimeógrafo o un megáfono soviético. Sus rivales no son opositores democráticos, son “cipayos”; sus críticas no son parte del debate público, son “ataques del imperialismo”.
Y lo cierto es que, en política, los insultos envejecen mal. Llamar “cipayo” hoy es como insultar a alguien diciéndole “televidente de blanco y negro”. Nadie se ofende, apenas se sonríe. Con la palabrita de esta semana Petro nos recuerda que sigue militando en una escuela de pensamiento superada, más preocupada por reeditar viejos combates ideológicos que por enfrentar los problemas reales de un país en crisis. Paciencia, a ver qué otras resurrecciones idiomáticas nos esperan en los próximos meses.