Construir una sociedad igualitaria implica reconocer que la justicia de género es el fundamento de toda transformación social, no podemos ignorar el verdadero propósito de la lucha de las mujeres: resignificar el dolor y construir una identidad femenina políticamente activa.
Las luchas por los derechos de las mujeres han sido históricas y globales, abarcando un sinfín de momentos de resistencia, sacrificio y conquistas. El camino hacia la igualdad de género ha sido largo y lleno de desafíos. Desde las primeras olas del feminismo, que lucharon por el derecho al voto, hasta las actuales movilizaciones por la paridad laboral y la erradicación de la violencia de género, la batalla ha sido incansable. En cada una de estas etapas, las mujeres han demostrado una determinación inquebrantable por conseguir la dignidad y el respeto que merecen.
En los últimos años, hemos sido testigos de un fenómeno interesante: el feminismo no es solo una lucha por los derechos de las mujeres, sino un movimiento por los derechos humanos, cuyo objetivo no es una confrontación con los hombres, sino una lucha por la igualdad en todas las esferas de la vida. Las diferentes olas del feminismo han respondido a contextos sociales y políticos distintos, y cada una de ellas ha aportado una visión única sobre lo que significa ser mujer en un mundo donde las estructuras patriarcales siguen marcando el paso.
En este punto cabe mencionar que el feminismo no es un concepto monolítico, sino una serie de movimientos interconectados que han evolucionado con el tiempo. La primera ola, que emergió en el siglo XIX, estuvo centrada principalmente en el derecho al voto. En sus primeros momentos, las feministas luchaban por lo que hoy consideraríamos derechos básicos, pero en ese entonces, sus demandas eran revolucionarias.
La segunda ola, que surgió en la década de 1960, amplió los horizontes del movimiento. Ya no solo se luchaba por la igualdad política, sino también por el acceso al trabajo, la educación y el derecho a decidir sobre los propios cuerpos. Fue una ola que cuestionó los roles tradicionales de género y buscó transformar las estructuras sociales que perpetuaban la discriminación y la violencia.
En la actualidad nos encontramos con la tercera ola del feminismo, un movimiento que pone un fuerte énfasis en la diversidad y la inclusión. Esta ola es consciente de que las luchas de las mujeres no son homogéneas y que existen intersecciones entre el género, la raza, la clase social y la orientación sexual. La lucha contemporánea no solo busca la igualdad en los espacios de poder, sino también la reivindicación de las identidades diversas y la construcción de un mundo más inclusivo y justo para todas.
Sin embargo, a pesar de los avances, persisten obstáculos que no se deben subestimar. A nivel mundial, las mujeres siguen siendo subrepresentadas en los espacios de decisión política. Aunque algunos progresos se han logrado, el Foro Económico Mundial reporta que las mujeres ocupan solo el 26.1% de los escaños parlamentarios globalmente. Esta cifra, aunque en aumento, refleja la distancia aún existente entre las promesas de igualdad y la realidad de un poder político predominantemente masculino.
Ahora bien, una de las áreas más complejas donde persiste la desigualdad es la económica. Según el Foro Económico Mundial, las mujeres ganan, en promedio, 84 centavos por cada dólar que gana un hombre. En sectores como la tecnología, la ciencia y las finanzas, la brecha salarial es aún más notoria. Además, la brecha en la participación laboral también es alarmante. A nivel mundial, solo el 47% de las mujeres están empleadas formalmente, frente al 74% de los hombres, lo que limita enormemente su independencia económica y acceso a servicios sociales básicos.
El caso de Colombia no es diferente. Aunque la legislación ha avanzado en términos de paridad de género, la cultura patriarcal sigue limitando el acceso de las mujeres a oportunidades políticas y laborales. A pesar de la Ley de Paridad de 2015, solo el 24% de los congresistas en Colombia son mujeres, lo que refleja la resistencia cultural y la persistente discriminación en el ámbito político. La brecha salarial también es una realidad difícil de ignorar; las mujeres ganan, en promedio, un 22% menos que los hombres en trabajos de igual calificación, lo que perpetúa la desigualdad.
Y es que, además de las desigualdades laborales, las mujeres enfrentan un constante riesgo de violencia, tanto física como simbólica. La violencia de género, lejos de ser un fenómeno aislado, está enraizada en estructuras patriarcales que limitan el acceso de las mujeres a sus derechos fundamentales. En las últimas décadas, el país ha sido testigo de numerosas marchas y protestas de mujeres que exigen no solo justicia, sino también la erradicación de una cultura que normaliza la violencia contra ellas.
Otro tema importante por abordar son las marchas del Día Internacional de la Mujer, aunque muy necesarias para visibilizar la lucha, no están exentas de controversia. En muchos casos, la protesta ha sido malinterpretada, especialmente cuando se dan actos de vandalismo en la infraestructura pública. Aunque son reprochables, es esencial entender que estas acciones, son un reflejo de la frustración y la desesperación acumulada por años de promesas incumplidas.
La protesta de las mujeres se ha convertido en una manifestación de desobediencia civil. Estas acciones pueden ser vistas como un llamado urgente para que las autoridades tomen en serio los reclamos por la igualdad de derechos y la protección frente a la violencia. La cuestión es preguntarnos sí cómo sociedad, estamos dispuestos a escuchar la voz de las mujeres en su dolor, esperanza y lucha por la justicia.
En virtud de todo lo anterior, las mujeres continúan luchando por la equidad, la dignidad y el respeto que les han sido negados históricamente. En este camino, la clave no es la confrontación, sino la construcción conjunta de un futuro donde hombres y mujeres, sin importar su origen, raza o clase, puedan vivir en igualdad de condiciones y tener acceso a las mismas oportunidades.
Es necesario que las luchas feministas sigan avanzando, no solo en términos de políticas públicas, sino también en cuanto a la construcción de una cultura que valore la identidad femenina en toda su diversidad. Las mujeres deben ser vistas como iguales, no solo en la política o el trabajo, sino en sus capacidades, su liderazgo y sus contribuciones. No se trata solo de una cuestión de justicia, sino de un motor esencial para el progreso social y económico.
Construir juntas no significa solo actuar como una unidad política que busque la igualdad, sino como una comunidad que respeta y valora las diferencias, que fomente el amor, el cuidado y el respeto mutuo. Es hora de repensar la historia y avanzar con pasos firmes hacia un futuro donde las mujeres, como socias indispensables de la humanidad, sean escuchadas, respetadas y reconocidas en todo su potencial. La lucha no ha terminado, pero cada paso nos acerca más a un mundo justo e inclusivo para todas.