9 de abril de 1948, el día que murió la certeza. Hay hechos en la historia que, por más que el tiempo se esfuerce en cicatrizar, siguen supurando dudas. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, aquel viernes a la 1:05 de la tarde, en la carrera séptima de Bogotá, es uno de ellos. El instante fue tan preciso como despiadado: el líder liberal, que concentraba en su figura las esperanzas de las clases populares, cayó abatido a plena luz del día, en el corazón palpitante de la capital. Desde entonces, la sombra de la incertidumbre ha perseguido a Juan Roa Sierra, el supuesto autor material del crimen.
Roa Sierra, un joven de origen humilde, sin trayectoria criminal ni adiestramiento en armas, fue señalado como el asesino con una premura que más pareció una necesidad política que una conclusión investigativa. Sin embargo, los disparos que acabaron con la vida de Gaitán mostraban una precisión quirúrgica que difícilmente podría atribuirse a alguien sin entrenamiento. ¿Podía un hombre frágil, mentalmente inestable, ejecutar tal acto con tanta eficacia?
Los testimonios de aquel viernes son contradictorios, pero uno en particular resalta con inquietante claridad. Varias personas señalaron a un hombre elegante, de aspecto extranjero, como quien incitó a la muchedumbre contra Roa Sierra, gritándole a los transeúntes que aquel era el asesino. Fue este personaje quien encendió la chispa del linchamiento. ¿Quién era? ¿Qué intereses defendía? ¿Fue él un testigo casual o parte de una operación mayor, minuciosamente orquestada?
La investigación judicial, tan extensa como estéril, se prolongó por casi tres décadas, hasta su cierre definitivo en 1978. El veredicto oficial fue claro, pero vago en su profundidad: Roa Sierra actuó solo. Pero siempre han existido sospechas de un autor intelectual, una mente macabra que habría concebido el crimen, pero cuya identidad quedó sepultada bajo el polvo de los archivos. La justicia, incapaz o tal vez no dispuesta, nunca dio un paso más allá. Hay un hecho político incuestionable, la elección de Jorge Eliécer Gaitán como presidente de Colombia, era inatajable.
Jorge Padilla, uno de los hombres cercanos a Gaitán y testigo directo del asesinato, aseguró: “Cruz, Vallejo y yo vimos que el asesino disparaba por detrás”. Este testimonio, lejos de ser menor, cuestiona el relato oficial, pues Roa habría estado en un ángulo distinto al del tirador. El expediente nunca logró conciliar estos detalles, dejándolos en el limbo de los hechos incómodos.
Desde el plano familiar, la hija del caudillo liberal Gloria Gaitán ha mantenido viva la tesis de una presunta conspiración internacional. En múltiples ocasiones, ha señalado a la CIA como la responsable del crimen. Entre tanto, María Gaitán Valencia, nieta de Jorge Eliécer Gaitán, en una reciente entrevista con El Espectador, lo reafirmó: “A lo largo de los años nos ha llegado por distintos lugares información sobre la posible complicidad de la CIA y el FBI en el complot para asesinar a mi abuelo”
El gobierno de Gustavo Petro pidió formalmente la desclasificación de documentos estadounidenses sobre el magnicidio de Gaitán, previa solicitud de la familia. Tal vez en esta fuente, se encuentre lo que se busca.
Incluso instituciones extranjeras como la británica Scotland Yard se sumaron al coro oficial. En un informe confidencial, la policía inglesa concluyó que Roa Sierra actuó por desequilibrio mental y sin cómplices. Pero la revelación solo acrecienta la sospecha de todo lo contrario.
Los intentos por esclarecer el magnicidio de Gaitán han sido muchos, pero todos terminan empantanados en las mismas arenas movedizas: pruebas desaparecidas, archivos censurados, y una cadena de casualidades tan perfecta que parece escrita por un novelista más que por el destino. Lo único constante es la imposibilidad de llegar a una verdad indiscutible, como si el crimen hubiera sido planeado para resistir cualquier forma de verificación histórica.
77 años después, lo más certero del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán es una verdad imposible de encontrar. Lo que se perdió aquel día no fue solo la vida de un hombre, sino la esperanza de una nación y, con ella, el derecho de construir su propio destino.