Jimmy Bedoya

Doctor en Administración Pública y Dirección Estratégica (NIU-USM). Máster en Administración de Recursos Humanos (UCAV de España). Máster en Administración de Negocios -MBA- (UExternado). Especialista en Seguridad (ESPOL), Gobierno y Gerencia Pública (EAN) y Control Interno (UJaveriana). Profesional en Administración Policial (ECSAN) y de Empresas (EAN), y CIDENAL (ESDEG). Es columnista y consultor con más de 30 años de experiencia en seguridad pública, capital humano y control interno.

Jimmy Bedoya

Manipulación política de la seguridad

En Colombia, la seguridad se convierte en tema de moda cada vez que se acercan las elecciones. De pronto, quienes nunca han pisado un consejo de seguridad ni leído una línea sobre prevención del delito, se presentan como expertos. Prometen “mano dura”, más policías, más penas y menos garantías, como si la seguridad fuera una consigna que se agita, no una política pública que se diseña. La escena se repite sin pudor: discursos vacíos, promesas improvisadas y un uso sistemático del miedo como recurso electoral.

No es casual. El temor es rentable en las urnas. En una sociedad donde la percepción de inseguridad supera con creces la realidad estadística, manipular esa emoción se ha vuelto una estrategia. Se activan alarmas mediáticas, se amplifican casos aislados, se anuncian planes exprés. Pero detrás del espectáculo no hay diagnóstico, ni estrategia, ni voluntad de transformar. Solo una intención: ganar votos.

Lo preocupante es que muchos ciudadanos terminan votando desde el susto, no desde la información. Exigen resultados inmediatos, aunque no sostenibles, y los políticos, sabiendo esto, responden con soluciones que suenan bien, pero que fracasan en el terreno: militarización ineficaz, penas más altas sin sistema penitenciario funcional, cámaras sin justicia, operativos sin contexto. Es teatro de la seguridad.

Javier Auyero, profesor de sociología en la universidad de Texas, lo explicó con contundencia en Patients of the State: en contextos de precariedad institucional, los ciudadanos terminan acostumbrándose a esperar soluciones que no llegan, y el Estado, lejos de resolver, administra esa espera con gestos simbólicos. En el país, eso se traduce en operativos visibles antes de elecciones, consejos de seguridad mediáticos y anuncios que desaparecen tras la campaña. Mientras tanto, las causas reales del delito —la desigualdad, la impunidad, la fragmentación institucional— siguen intactas.

La seguridad no es un mensaje de campaña. Es una construcción colectiva que exige preparación técnica, liderazgo ético y conocimiento del territorio. No se gobierna con slogans ni con indignación: se gobierna con datos, con articulación entre justicia, prevención, convivencia y control. Fingir saber del tema —como hacen muchos aspirantes— no solo es irresponsable: es peligroso. Porque una mala política de seguridad no solo es ineficiente, también puede profundizar el miedo, la exclusión y el autoritarismo.

El problema no es solo lo que se promete, sino lo que se omite. En cada ciclo electoral vemos cómo desaparecen del debate temas clave: ¿qué hacer con el hacinamiento carcelario? ¿Cómo integrar la seguridad con políticas sociales? ¿Cómo asegurar justicia oportuna? ¿Qué hacer con las violencias invisibles, como la intrafamiliar o la que sufren niños y migrantes? Nada de eso se discute cuando la prioridad es mostrar fuerza, no construir confianza.

También hay una responsabilidad ciudadana. No podemos seguir premiando la ignorancia con votos. Es momento de exigir menos espectáculo y más preparación. Que cada vez que un candidato hable de seguridad, tengamos el coraje de preguntarle: ¿usted sabe de qué está hablando? ¿Conoce el contexto? ¿Ha trabajado con víctimas? ¿Sabe cómo funciona el sistema penal? ¿Tiene una propuesta integral o solo una frase de campaña?

La seguridad no puede seguir en manos de improvisadores. Se trata de vidas humanas, de territorios fragmentados, de comunidades que sobreviven entre el miedo y la espera. Requiere continuidad, evidencia y ética. No se construye desde el pánico, sino desde la responsabilidad.

En las próximas elecciones, veremos otra vez la misma escena: miedo amplificado, enemigos inventados, promesas de orden. Pero esta vez, como ciudadanos, tenemos una opción distinta: dejar de votar por quienes usan la seguridad como disfraz y empezar a respaldar a quienes saben que proteger no es castigar más, sino construir mejor.

Colombia no necesita más discursos duros. Necesita políticas inteligentes, líderes formados y ciudadanos que no se dejen manipular. Porque fingir saber de seguridad no solo engaña: pone en riesgo a todos, y eso, en una democracia que se respete, no puede permitirse nunca más.

 

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