En política, no basta con tener la razón: hay que saber contarla. El relato, esa narrativa construida con palabras, símbolos y emociones, se ha convertido en la herramienta más eficaz para conquistar y conservar el poder. Más que argumentos, lo que se impone es una interpretación del mundo que seduce, moviliza y ordena las prioridades de la ciudadanía. También impone la agenda mediática.
Monopolizar el relato es una forma de controlar la opinión pública. Quien impone su narrativa reduce el margen de acción de los críticos, limita la capacidad de respuesta de los opositores y establece un marco discursivo en el que solo cabe su versión de los hechos. El relato como un escudo frente a la crítica.
Lo poderoso del relato político es que no necesita ser cierto para ser creíble. Basta con que parezca coherente, emocionalmente fuerte y repetido con disciplina. Así, las palabras pueden moldear percepciones, cambiar la forma en que vemos la realidad y convencernos de que algo, aunque no se real. Es la victoria del discurso sobre la evidencia.
Un relato bien estructurado apunta directamente a las emociones. No apela al juicio racional, sino al miedo, la esperanza, la identidad o la indignación. Quien logra conectar con estas fibras profundas de la ciudadanía puede movilizar voluntades de forma casi automática.
Cuando el relato empodera, transforma a los seguidores en creyentes. Ya no se trata de ciudadanos informados, sino de comunidades que creen firmemente en su líder, incluso por encima de los hechos. El discurso repetido y emocional crea una relación casi mística. Este tipo de conexión es difícil de revertir: se trata de una fidelidad que roza el fanatismo.
El riesgo es evidente. Un relato dominante puede hacer que las masas olviden los problemas reales. Las carencias, los errores o los asuntos pendientes se diluyen en la nebulosa narrativa que ofrece respuestas simples y culpables externos. La gente empieza a creer que todo está resuelto o que los obstáculos no son culpa del líder, sino de "otros".
Este fenómeno conduce a una especie de hipnosis colectiva. Se impone un estado emocional en el que ya no se razona, se siente. Y lo que se siente es más fuerte que cualquier dato o evidencia. El relato persuasivo captura la mente y bloquea el pensamiento crítico, creando una ciudadanía que ya no cuestiona, solo sigue.
En definitiva, quien domina el relato, mantiene el poder. Por eso, en la disputa política contemporánea, el gran campo de batalla es el imaginario colectivo. Allí donde se gana o se pierde el verdadero control.