
En la sede de la campaña presidencial de Mauricio Lizcano en Manizales, llegó un sufragio con una amenaza contra la vida de su padre, un hombre que años atrás fue víctima de secuestro.
El hecho ocurre apenas meses después del asesinato del senador y precandidato presidencial Miguel Uribe, un crimen que estremeció al país y que expuso, una vez más, el alto precio que siguen pagando quienes se atreven a participar en la vida pública.
No son hechos aislados, son síntomas de un país que parece acostumbrarse al miedo. Colombia revive escenas que creía superadas: las amenazas, las intimidaciones, los papeles anónimos que cargan mensajes de muerte. Detrás de cada sufragio hay un intento de silenciar, una advertencia que busca quebrar la voz de quienes aún creen en la fuerza de las ideas.
- Le puede interesar: Petro y sus cortinas de humo: el país distraído mientras se hunden los problemas reales
El caso de Lizcano no solo toca fibras personales; también despierta memorias dolorosas en una nación que ha visto cómo la violencia política intenta borrar la diferencia con sangre. El secuestro de su padre, en otro tiempo, fue un reflejo de esa Colombia herida; hoy, la amenaza revive ese pasado con la misma carga de dolor e indignación.
Y como si el país no hubiese aprendido, el asesinato de Miguel Uribe se convierte en un espejo que devuelve el miedo y el desencanto. Dos episodios que, aunque distintos, se cruzan en un mismo punto: el intento de silenciar la democracia.
- Le recomendamos: Nueva EPS: los $5 billones que nadie quiso ver
Colombia no puede seguir naturalizando la violencia como parte de su lenguaje político. No puede seguir viendo cómo los candidatos piden garantías para vivir, ni cómo el miedo se instala en las campañas como un actor más del debate.
La política debería ser un espacio para confrontar ideas, no para enterrar vidas.
¿Hasta cuándo Colombia permitirá que la intimidación siga decidiendo quién puede hablar y quién debe callar?