
Mientras el sistema de salud colapsa, clínicas cierran, escasean los medicamentos y pacientes mueren esperando atención, Gustavo Petro decidió hablarle al país. Lo hizo con su estilo característico: largo, sin cortes, sin estructura clara. Una mezcla de acusaciones, divagaciones, metáforas y furia. El drama de millones se enfrentó a un presidente que, en lugar de liderar con certezas, prefirió refugiarse en la palabra. Pero no cualquier palabra: la que no hila, la que no explica, la que incendia.
Dijo que “el dueño de Keralty es un criminal en Colombia y tiene que irse”, sin mencionar pruebas ni procesos judiciales. Anunció que “hay que intervenir totalmente el sistema de salud”, sin explicar cómo ni con qué herramientas. Afirmó que “el informe de la Contraloría está mal hecho… la deuda es mayor”, deslegitimando al órgano que debería vigilar el uso de los recursos públicos. Y mientras el país se ahoga en necesidades reales, el mandatario se ensimisma: “mi gabinete me ha traicionado”, dijo, como quien ya no encuentra aliados ni en su propio equipo.
Pero lo más desconcertante no fue la denuncia, sino la deriva. En medio de la crisis, comparó las razas humanas con “perros en celo” y lanzó una imagen difícil de olvidar: “pongan una perra cocker spaniel a la calle”. Una frase que pretendía desmontar el racismo, pero terminó reforzando estereotipos desde la confusión. Después habló de trasladar simbólicamente la Estatua de la Libertad a Cartagena, como gesto de soberanía nacional. Y más tarde criticó a los habitantes de Doradal porque “allá adoran a los hipopótamos, no a Bolívar”.
Finalmente, puso en duda la transparencia de las elecciones de 2026. Un presidente que desde el poder siembra sospechas sobre el voto no solo rompe las reglas del juego democrático: amenaza su propia legitimidad.
Este no fue un discurso. Fue una acumulación de frases sin costura. Un retrato del poder convertido en monólogo. Petro no habló con el país: habló para sí mismo. Mientras tanto, Colombia sigue esperando decisiones concretas. Soluciones reales. Una voz que no solo enuncie, sino que gobierne.
Porque gobernar no es lanzar frases al aire. Es asumir el peso de lo que se dice. Y más aún, de lo que se calla.