El 6 de noviembre de 1985 comenzó como un día común en el corazón judicial de Colombia. En los pasillos del Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema y el Consejo de Estado, el ambiente mezclaba rutina y tensión: en las semanas previas, habían circulado amenazas y advertencias de un posible ataque. Pese a ello, la guardia policial había sido retirada en octubre, dejando el edificio prácticamente indefenso. Hacia las 11:30 de la mañana, un estallido interrumpió la calma: el M-19 había iniciado su asalto.
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El asalto del M-19
Treinta y cinco guerrilleros del Movimiento 19 de Abril irrumpieron por la fuerza en el Palacio, disparando y lanzando explosivos. En pocos minutos controlaron los accesos, asesinaron a los vigilantes privados y avanzaron hacia los pisos superiores. Más de trescientas personas, magistrados, funcionarios y visitantes, quedaron atrapadas como rehenes. El grupo insurgente pronto exigió la presencia del presidente Belisario Betancur para juzgarlo por supuesta traición a los acuerdos de paz que se desarrollaban con el M-19. El Gobierno, sin embargo, rechazó cualquier diálogo en medio de la violencia.
La reacción militar
La respuesta fue inmediata. Tropas del Ejército y comandos de la Policía rodearon la Plaza de Bolívar y dieron inicio a una operación de retoma que se prolongó por más de 28 horas. Sin un intento visible de negociación, la operación fue asumida como un enfrentamiento militar. El presidente Betancur ordenó “restablecer la Constitución”, pero delegó el mando en los altos oficiales. La consigna era actuar sin mucha demora.
Tanques Cascavel y Urutú se ubicaron frente al Palacio poco después del mediodía. Uno de ellos abrió fuego y derribó la puerta del sótano, esto al no poder subir al primer piso, marcando así el inicio del combate.
En el interior, las ráfagas de fusil y las granadas estremecían los muros. Los magistrados, refugiados en despachos o corredores, escuchaban las detonaciones mientras el fuego cruzado avanzaba piso por piso.
Una operación a sangre y fuego
Hacia la una de la tarde, un primer incendio se desató en el parqueadero del edificio, esto dado a la cercanía del cruce de disparos. Autos calcinados, humo y metralla marcaron el inicio de un infierno que duraría toda la tarde. Desde el exterior, las tropas disparaban contra las ventanas, mientras en los pisos altos los insurgentes resistían con los rehenes a su lado. El presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes Echandía, alcanzó a pedir por teléfono: “¡Que cese el fuego!”, sin embargo, su súplica fue ahogada por las detonaciones. La retoma continuó como una ofensiva total.
Durante la tarde, algunos civiles fueron evacuados bajo custodia militar, pero los combates persistieron. Un segundo incendio comenzó hacia las cinco, extendiéndose por los niveles inferiores. Luego, al caer la noche, un tercer fuego, el más devastador, envolvió el cuarto piso, donde se encontraba la Sala Plena de la Corte Suprema. Las llamas consumieron expedientes, bibliotecas y vidas. Los bomberos llegaron, pero no pudieron ingresar: el Palacio ardía sin control, mientras las tropas continuaban la operación. Bogotá entera observaba el resplandor del fuego sobre la Plaza de Bolívar.
El amanecer entre ruinas
Los disparos cesaron en la madrugada del 7 de noviembre. Al amanecer, el Palacio era una estructura ennegrecida y humeante. Para ese entonces, la mayoría de los insurgentes habían muerto y los rehenes, incluidos once magistrados de la Corte Suprema, habían perecido en medio del fuego cruzado. Cerca de un centenar de personas perdieron la vida.
Las horas siguientes revelaron otro horror: varios sobrevivientes, empleados de la cafetería e incluso visitantes, habían sido vistos con vida tras la retoma, pero nunca volvieron a aparecer. Las denuncias por desaparición forzada abrieron un nuevo capítulo en la tragedia.
Las huellas del fuego
Décadas después, investigaciones y fallos judiciales confirmaron que durante la retoma hubo ejecuciones y desapariciones cometidas por agentes estatales. También se estableció la participación del narcotráfico en la planeación del asalto y la responsabilidad del Estado por el uso desproporcionado de la fuerza. Los restos de varias víctimas fueron hallados muchos años más tarde, aunque algunos continúan desaparecidos.
A cuarenta años del suceso, las imágenes del Palacio ardiendo siguen siendo una herida abierta en la memoria nacional. La retoma, concebida como una operación para restaurar el orden, terminó por destruirlo todo: la sede de la justicia, sus magistrados y la confianza del país. Fueron 28 horas de horror que aún reclaman verdad y justicia.
