
La iglesia estaba en silencio. Apenas se oía el crujir de los bancos, alguna respiración entrecortada y el susurro del viento entrando por los vitrales. Al frente, una madre sostenía a su hijo, mientras la ausencia llenaba cada rincón del templo. La escena era tan desgarradora como solemne: la despedida del senador Miguel Uribe Turbay, asesinado brutalmente tras sobrevivir durante dos meses a un atentado que hoy deja a Colombia de luto.
Pero fue la voz de su esposa, María Claudia Tarazona, la que rompió ese silencio. Con el alma rota, pero sostenida por la fe y la entereza, subió al altar para rendir el último homenaje a quien fue su compañero de vida, su amor, y su refugio.
“La muestra de amor más grande de Miguel hacia mí fue haber resistido a semejante brutalidad, para darme el tiempo necesario de prepararme con Dios y la Virgen María, verdaderamente, para su muerte. Ese es el verdadero milagro.”
Sus palabras no fueron solo un testimonio de dolor, sino una profunda lección de amor, resiliencia y fe. Tarazona narró cómo, durante esos dos meses en cuidados intensivos, encontró a Dios en su corazón. Cómo el tiempo de espera, aunque cruel, se convirtió en un regalo sagrado para prepararse ante lo inevitable.
Rindió homenaje al cuerpo médico que acompañó a Miguel con devoción: “nos cuidaron, nos miraron con compasión, nos sostuvieron”, dijo, al hablar del equipo de doctores y enfermeros que lo atendieron como al héroe que fue.
Pero también habló del Miguel íntimo: del padre amoroso, del músico apasionado que tocaba guitarra, acordeón y piano, del ajedrecista, del hombre de principios inquebrantables. Del que soñaba con una Colombia sin violencia, y con no repetir en su hijo Alejandro la tragedia que vivió cuando perdió a su madre a los 4 años. “Soñaba con no perderse un minuto de la vida de Alejandro. Hoy es desde el cielo donde cumplirá ese sueño y estará cada día con él.”
Entre cada frase, el público contenía las lágrimas. María Claudia no solo hablaba del político que entregó su vida por un país mejor, sino del ser humano que llenaba de luz su hogar. “Miguel ocupaba todos los espacios de nuestra casa con alegría. Solo su presencia nos hacía felices.”
Nombró con amor a su suegro, Miguel Uribe Londoño, “mamá y papá al mismo tiempo”, a Delia, la madre que acompañó a Miguel, a su hermana, a su familia entera. Y también pidió fuerza a los amigos, a esos que han estado en los buenos tiempos y que hoy, más que nunca, son necesarios para sostenerla.
A medida que avanzaba, el discurso se volvió un manifiesto. Una declaración sobre el país por el que Miguel luchó y al que sirvió con coherencia, valentía y una convicción profunda de que se puede hacer política con propósito:
“Miguel dejó sembrada en Colombia la política decente. La que no negocia principios ni valores. Su legado no puede quedarse en un discurso: debe vivirse, contagiarse, multiplicarse.”
Y finalmente, mirando al cielo y abrazando el dolor más profundo que una mujer puede conocer, cerró con palabras que desgarraron hasta a los más fuertes:
“Esposo mío, mi vida entera, amor lindo… gracias por tu vida, por tu amor y por tu sacrificio por Colombia. Te amaré por el resto de mi vida...”