He leído titulares que dicen: “Los colegios no pueden hacer perder el año a los estudiantes sin acompañamiento” o “Ningún niño puede ser rajado”. Y, aunque la frase suene empática y bien intencionada, me parece que estamos cayendo en una peligrosa confusión: creer que el colegio es el villano y que el estudiante es siempre la víctima. No. En la educación, como en la vida, hay deberes y responsabilidades compartidas.
Veo con preocupación cómo algunos discursos mediáticos, sin contexto ni equilibrio, están distorsionando el sentido mismo de la formación. Es cierto: el Decreto 1290 de 2009 establece que ninguna institución puede determinar la pérdida del año sin antes ofrecer acompañamiento pedagógico y comunicación con las familias. Pero eso no significa que el colegio deba aprobar por lástima o por miedo a las quejas. La norma busca proteger el derecho a una educación justa, no legitimar la irresponsabilidad o la falta de compromiso.
En muchas aulas de Colombia, los docentes hacemos malabares: orientamos, reforzamos, escribimos informes, hablamos con padres, damos segundas y terceras oportunidades. A veces más de las que la propia norma contempla. Pero en medio de ese esfuerzo, aparecen titulares que nos dejan como verdugos, cuando en realidad somos quienes intentamos rescatar lo que la sociedad, la familia y la apatía han dejado caer.
No todo bajo rendimiento es culpa del sistema. También hay estudiantes que no leen, no estudian, no entregan, no escuchan. Y lo más doloroso: hay familias que no se involucran, que solo aparecen cuando ya hay boletín final o amenaza de pérdida. Esa cultura del “no lo pueden rajar” está criando generaciones que creen que todo se negocia, que el esfuerzo no importa, que la nota vale más que el aprendizaje.
Yo me pregunto: ¿qué clase de sociedad formamos si enseñamos a nuestros niños que nunca hay consecuencias? Si todo se justifica, si todo se suaviza, si el error no duele ni enseña, ¿dónde queda el sentido del mérito, la disciplina o la superación personal? Decir que todo estudiante que pierde es víctima del sistema es tan falso como afirmar que todo maestro es indiferente o injusto.
He visto colegas dejar el alma en una retroalimentación, diseñar planes de apoyo, quedarse después de clase, insistir con paciencia infinita… solo para ser señalados porque “el niño perdió”. Y mientras tanto, algunos padres, cómodamente, descargan su responsabilidad en la institución. La escuela no puede ser el único espacio donde se espera que el milagro ocurra. La familia, la sociedad y el propio estudiante también tienen que hacer su parte.
Y, siendo sinceros, también hay docentes que se burlan de los que hacen, que dicen amar la profesión en sus discursos de reunión, pero no mueven ni el más mínimo dedo por transformar una clase. Ellos también corrompen la educación, porque la mediocridad pasiva daña tanto como la injusticia activa. Pero de eso casi nadie habla, porque es más fácil señalar al sistema que mirarse al espejo.
Defender el Derecho a la educación no significa eliminar toda exigencia. Una educación sin esfuerzo no educa; una evaluación sin verdad no enseña. Si seguimos creando burbujas de cristal donde nadie puede fallar, estaremos formando generaciones frágiles, incapaces de enfrentar la vida real.
Acompañar, sí. Apoyar, siempre. Pero también enseñar que los actos tienen consecuencias, que aprender requiere compromiso y que perder -cuando se ha tenido toda la oportunidad- no es castigo, sino una lección de responsabilidad.
Porque, al final, el verdadero fracaso no es perder el año; es perder el valor del esfuerzo, el respeto por el maestro y la capacidad de hacerse cargo de uno mismo
