Colombia está perdiendo el control. La autoridad desaparece y la ilegalidad se presenta como si fuera un derecho. El orden dejó de ser un mandato esencial del Estado para convertirse en una simple opción.
Colombia se ha entregado a la violencia: ataques a la Fuerza Pública, ocupaciones ilegales, destrucción de bienes públicos —pagados con nuestros impuestos— y privados, además de bloqueos de vías. La ley es clara: bloquear una vía en Colombia no es un derecho, es un delito.
Esta anarquía no es espontánea. Es el resultado directo de un discurso oficial que ha alimentado la confusión y sembrado desconfianza en quienes deben protegernos. El presidente Gustavo Petro tiene una responsabilidad ineludible: su narrativa ha deslegitimado a quienes visten el uniforme y ha alentado la idea de que ser insurgente, incluso armado, es legítimo. El mensaje es devastador: el caos tiene permiso presidencial. Y esa permisividad ya tiene un costo altísimo. Colfecar, el gremio de transportadores, reporta que en lo corrido del 2025 se han registrado 700 bloqueos, equivalentes a 455 días de pérdida de productividad y a 1,9 billones de pesos en pérdidas económicas.
Lo ocurrido en Bogotá esta semana lo confirma. El vandalismo contra la Fuerza Pública no fue una protesta pacífica, fue una acción planificada por el Congreso de los Pueblos, señalado desde hace años como brazo político del ELN. Atacar la capital con bombas, flechas y piedras no es activismo: es terrorismo urbano. Pero la impunidad es total. Nadie ha sido judicializado. Y mientras los violentos atacan con arsenal, la Fuerza Pública tiene las manos atadas, impedida de responder con la fuerza legítima que la Constitución le confiere.
A esta rendición institucional han contribuido organismos que deberían estar del lado de la ley. La Defensoría del Pueblo, que en otros frentes ha cumplido una labor importante, cometió en este caso un error inexcusable al desautorizar la alerta del ministro del Interior sobre la infiltración criminal. En lugar de respaldar la seguridad nacional, terminó validando al Congreso de los Pueblos. Y los hechos del viernes confirmaron que el ministro tenía razón: detrás de las pancartas hay estructuras criminales que manipulan el lenguaje de los derechos humanos para disfrazar su violencia.
A nivel internacional, la situación es igual de grave. Buena parte de los representantes de la ONU en Colombia operan con un sesgo ideológico de extrema izquierda. Su defensa de los derechos humanos es selectiva: rápidos para criticar al Estado, silenciosos frente a los ataques a la Fuerza Pública. Y lo más peligroso: su relativización de los bloqueos de vías, que es un atentado directo contra la economía y la seguridad del país. Esa actitud erosiona la confianza en nuestras instituciones y fortalece la narrativa de que la violencia es resistencia legítima.
El espejo más doloroso de esta crisis es la Universidad Nacional. La anarquía y la politización regresaron para quedarse. Esto empezó hace más de un año, cuando el Consejo Superior eligió legalmente como rector a José Ismael Peña, con el voto de la entonces ministra de Educación. Pero, por orden directa de Petro, se desconoció esa decisión porque no era su candidato y se impuso de manera ilegal a Leopoldo Múnera, pese a que la elección de Peña fue ratificada por el Consejo de Estado.
Hoy la Nacional está en manos de una llamada “Constituyente Universitaria” que politiza cada rincón, fortalece sindicatos y permite ocupaciones ilegales. Allí, debido al desgobierno de Múnera, se impone la campaña del Pacto Histórico, los jueves son de pedrea obligatoria y los grupos armados circulan a sus anchas. La universidad más importante del país se ha convertido en tierra de nadie.
En Bogotá, el alcalde Carlos Fernando Galán debe actuar con firmeza. Lo que está pasando exige que se derogue el protocolo actual de las protestas y se construya uno nuevo donde la autoridad y el orden sean la sombrilla. Lo que estamos viendo no es un tema de gestores de convivencia. Son grupos narcoterroristas actuando en la ciudad, y como tal la respuesta no puede ser la misma que ante una protesta pacífica.
Lo que viene de aquí a las elecciones será muy difícil. Por eso Galán y las autoridades tienen que perder el miedo y hacer lo que corresponde: proteger la ciudad y garantizar la autoridad del Estado en la capital.
De lo contrario, Bogotá quedará a merced de los violentos.