Saray Robayo Bechara

Representante a la Cámara de Córdoba por el Partido de la U. Abogada de la Universidad del Sinú, especializada en derecho constitucional, integrante de la Comisión Tercera Constitucional Permanente, de la Comisión Legal de  Cuentas y la Comisión accidental para el seguimiento y control de la inversión de los proyectos estratégicos de la Región Caribe.

Saray Robayo Bechara

Lucha contra el hambre no puede seguir en el papel

En un país donde más de 20 millones de personas enfrentan algún grado de inseguridad alimentaria, hablar del derecho humano a la alimentación no puede seguir siendo un ejercicio técnico ni una discusión burocrática. Es un imperativo ético, y su garantía debería ser la prioridad absoluta de cualquier gobierno. Sin embargo, el panorama actual es alarmante.

En el tercer año de esta administración, el avance de la Transformación 3 del Plan Nacional de Desarrollo, dedicada exclusivamente a garantizar que las personas coman, apenas alcanza un 59,02%, según el propio aplicativo Sinergia. No se trata de una transformación cualquiera. Estamos hablando del eje que debería liderar la lucha contra el hambre, la pobreza extrema y la desnutrición infantil. Y, sin embargo, ha sido uno de los más golpeados por la mezquindad presupuestal.

En 2023 se asignaron apenas $3 billones. En 2024, el monto cayó a $1,3 billones y en 2025 se mantuvo igual. El proyecto de presupuesto para 2026 propone apenas $1,7 billones, lo que equivale a un escuálido 0,36% del presupuesto general de la nación. ¿De verdad se puede hablar de voluntad política para erradicar el hambre con semejante asignación?

Más preocupante aún es la falta de coherencia en la planeación y el seguimiento. Las metas de esta transformación no coinciden entre lo que está consignado en el Plan Nacional de Desarrollo y lo que reporta Sinergia. ¿Cómo puede el Estado exigir resultados si sus propios instrumentos no se hablan entre sí? ¿Dónde está el rigor técnico? ¿Dónde está la transparencia?

Este gobierno prometió reducir la pobreza extrema a un solo dígito (9,6%) para 2026. Pero en 2024, según cifras oficiales, estamos en 11,7%, prácticamente igual al punto de partida de 2021. Es decir, no hay avance estructural. El tiempo se agota, y los compromisos no se traducen en acciones concretas.

Uno de los indicadores más dolorosos es la mortalidad por desnutrición infantil. En 2023 la tasa de mortalidad infantil por desnutrición fue de 7,79 por cada 100.000 y aunque en 2024 la cifra se ubicó en 4,59, aún estamos lejos de la meta planteada de 3,37. El agravante es que el número de casos de niños con destrucción aumenta año a año. ¿Dónde están las intervenciones urgentes que se requieren? ¿Dónde está la implementación efectiva de la Ley 2380 de 2024, que impulsamos desde el Congreso para incentivar la donación de alimentos?

Además, las metas de producción agrícola tampoco son claras. Se promete un aumento del 10,38% en la producción priorizada, pero no se especifica qué cultivos se priorizan, cómo se distribuyen ni cuál es el rol del campesinado y de las mujeres rurales. Y lo más grave: no hay presupuesto ejecutado que respalde esa meta.

La falta de trazabilidad, de criterios técnicos sólidos y de definiciones claras mina la credibilidad institucional. ¿Cómo se explica que se justifique el avance en nutrición infantil con convenios firmados, cuando el indicador exige mostrar resultados reales en la salud de los niños y niñas?

Hoy, más que cifras, estamos hablando de vidas humanas. De niños que mueren por desnutrición, de campesinos que pierden sus cosechas por falta de infraestructura, de familias que se acuestan sin comer. La transformación del derecho a la alimentación no puede seguir siendo una promesa de papel.

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Saray Robayo Bechara
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