Jimmy Bedoya

PhD en Administración Pública (NIU-USM). Máster en Administración de Recursos Humanos (UCAV de España). Máster en Administración de Negocios -MBA- (UExternado). Especialista en Seguridad (ESPOL), Gobierno y Gerencia Pública (EAN) y Control Interno (UJaveriana). Profesional en Administración Policial (ECSAN) y de Empresas (EAN), y CIDENAL (ESDEG). Es columnista y autor de "El pulso de las ideas", además de consultor con más de 30 años de experiencia en seguridad pública, capital humano y control interno.

Jimmy Bedoya

Modelos de seguridad en América

América Latina se ha convertido en el laboratorio más complejo del mundo en materia de seguridad pública. Ninguna otra región combina, con tanta intensidad, desigualdad, violencia organizada y desconfianza institucional. Sin embargo, tras décadas de reformas, la pregunta sigue abierta: ¿qué modelos realmente funcionan y cuáles están condenados al fracaso?

El problema no radica tanto en la falta de diagnósticos, sino en la manera en que los países diseñan sus sistemas de seguridad. En la mayoría de los casos, la región no sufre una crisis de recursos, sino una crisis de modelo. Un modelo, al fin y al cabo, es la forma en que se organiza la autoridad, se reparten las competencias, se toman las decisiones y se mide el éxito, y ahí está la falla estructural: la seguridad latinoamericana se planifica como reacción, no como sistema.

Los países que más han avanzado —Uruguay, Chile, Costa Rica— comparten un principio común: la coordinación entre instituciones. Allí la policía no es un actor aislado, sino parte de un engranaje que conecta justicia, desarrollo social y gobiernos locales. Esa sinergia convierte la seguridad en una política pública sostenida, no en un anuncio electoral. En cambio, los modelos más ineficaces —México, Venezuela, Honduras— repiten la misma fórmula: centralización, militarización y politización. No importa cuántos soldados se desplieguen si el sistema judicial sigue débil y las comunidades desconfían de quienes las protegen.

Como advierte Carlos Solar, en Government and Governance of Security, la gobernanza importa más que la coerción. Los países con estructuras de seguridad descentralizadas, control civil efectivo y mecanismos de evaluación independientes tienden a generar mejores resultados. En cambio, los sistemas verticales, donde las decisiones se concentran en el poder político y las estadísticas se manipulan como trofeos, terminan erosionando su propia legitimidad.

Otro factor determinante es la relación entre seguridad y justicia. América Latina sigue atrapada en un ciclo donde la policía captura, pero el sistema judicial no responde; donde la prevención es eslogan, pero no presupuesto. Benjamin Lessing lo ha documentado con claridad: los Estados que intentan “aplastar” al crimen sin ofrecer alternativas económicas ni institucionales terminan fragmentándolo, no eliminándolo. La violencia se dispersa, se adapta y vuelve más sofisticada.

También hay un componente cultural que no se puede ignorar. Muchos gobiernos siguen midiendo su éxito por el número de capturas o de patrullas desplegadas. Pero la seguridad no se consolida desde la cantidad, sino desde la calidad: confianza, presencia y justicia cercana. Los modelos exitosos entienden que el ciudadano es el centro del sistema, no un espectador.

En ese sentido, la seguridad efectiva no es solo un tema policial, sino de gobernanza democrática. Lucía Dammert, en Perspectivas y dilemas de la seguridad ciudadana en América Latina, sostiene que las estrategias que integran participación ciudadana, rendición de cuentas y prevención social producen resultados más estables. Los modelos que excluyen a la comunidad, o que reducen la seguridad a una función armada del Estado, terminan alimentando el mismo miedo que pretenden controlar.

Colombia puede aprender de estas lecciones. La estructura de su seguridad pública aún está diseñada para la emergencia, no para la sostenibilidad. Las políticas locales dependen del ciclo político, los datos no se cruzan entre instituciones y la prevención social sigue siendo periférica. No se trata de copiar modelos extranjeros, sino de adoptar principios que ya demostraron eficacia: cooperación interinstitucional, justicia rápida, liderazgo ético y evaluación permanente.

Un modelo de seguridad funcional se reconoce porque produce algo escaso en la región: confianza. Donde hay confianza, el ciudadano denuncia, la policía y la justicia actúan y el Estado recupera legitimidad. Donde no la hay, cada actor protege su parcela y el sistema se vuelve autista. La verdadera diferencia entre un modelo fallido y uno exitoso no es la cantidad de policías ni el presupuesto, sino la coherencia del sistema.

América Latina no necesita más patrullas ni más discursos de “mano dura”. Necesita voluntad política, liderazgo civil fuerte, instituciones que aprendan de la evidencia y ciudadanos que participen sin miedo. La seguridad pública no se impone: se coordina, se evalúa y se cultiva.

Colombia tiene la oportunidad —y la obligación— de diseñar un modelo que no administre el miedo, sino que lo reemplace por confianza. Un modelo que conecte inteligencia criminal con justicia social, datos con decisiones y autoridad con empatía. Porque al final, lo que funciona en seguridad no es la fuerza ni la retórica: es la coherencia de un Estado que protege con legitimidad y gobierna con propósito.

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