Esta semana volvimos a revivir uno de los momentos más duros de mi vida. En nuestra sede de campaña de Manizales llegó un sufragio con un mensaje de muerte dirigido a mi padre. Un hombre que ya fue víctima de la violencia, que pasó ocho años secuestrado por las Farc y que, como tantas familias colombianas, ha intentado rehacer su vida con dignidad y en silencio.
No encuentro otra forma de describirlo que como un acto cobarde. Quienes han vivido el secuestro saben que las heridas no cierran del todo. Mi padre lleva esas cicatrices, y esta amenaza no solo revive el dolor, sino que nos hace sentir de nuevo esa mezcla de rabia, impotencia y miedo que creímos haber superado.
Pero lo que más me preocupa no es solo la seguridad de mi familia, sino lo que este hecho representa para el país. Estamos volviendo a una época oscura, en la que el odio y la violencia política se convirtieron en el lenguaje cotidiano. Hoy, la campaña presidencial parece dominada por los extremos: de un lado y del otro se lanzan insultos, se siembran odios y se normaliza la agresión. Y cuando el odio se normaliza, la violencia no tarda en llegar.
Esta no es una amenaza contra un candidato o su familia; es una amenaza contra la democracia. Porque cuando la intimidación reemplaza el debate, perdemos todos. No se trata de si estoy de acuerdo o no con las ideas de alguien: se trata de respetar la vida y defender el derecho a pensar distinto sin ningún tipo de miedo.
Mi padre está retirado de la política hace años. Su único deseo es vivir tranquilo. Por eso, este hecho duele más. Porque no hay razón alguna, ni política ni personal, para que lo vuelvan a poner en el centro de un conflicto que ya debería estar superado.
Agradezco profundamente las expresiones de solidaridad que hemos recibido, especialmente del señor Procurador General, quien comprendió que esto no es un hecho menor. Pero también hago un llamado urgente al Gobierno y a las autoridades para que actúen con celeridad y firmeza. No podemos seguir permitiendo que la violencia marque el rumbo de las elecciones ni de la vida pública en Colombia.
Hoy levanto la voz, no solo por mi padre, sino por todas las víctimas que han tenido que revivir su dolor cada vez que la política se contamina de odio. Porque nadie, absolutamente nadie, merece ser revictimizado.
El país necesita serenidad, necesita reconciliación y necesita humanidad. Que el dolor que hemos vivido tantas familias sirva, al menos, para recordarnos que ningún proyecto político vale más que una vida.