
Los presuntos audios atribuidos a David Racero, representante a la Cámara y defensor de la reforma laboral del gobierno, fueron filtrados por la revista Cambio, a través del periodista Daniel Coronell. En ellos, Racero se escucharía ofreciendo empleo en condiciones que, según expertos, vulnerarían normas mínimas vigentes: un salario mensual de un millón de pesos, sin prestaciones sociales, jornadas de 7:00 a.m. a 8:00 p.m. y solo un día de descanso semanal, dentro de su empresa particular.
Ante la filtración, Racero emitió una carta pública dirigida a la opinión, calificando el episodio como un “caballo de Troya” y un intento de linchamiento mediático. Reconoció que el negocio mencionado operó solo durante seis meses en 2020 y solicitó formalmente a la Corte Suprema abrir una investigación para esclarecer los hechos.
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Sin embargo, la carta deja expuesto un sinsabor: si bien Racero defiende su imagen pública y denuncia un ataque, no aborda de manera directa ni desmiente los detalles concretos de las condiciones laborales denunciadas en los audios.
El caso ha generado revuelo no solo por las acusaciones, sino por el contraste entre el discurso público del congresista y lo que, según los audios, serían sus prácticas empresariales. Aquí se abre una pregunta clave para la opinión pública: ¿cómo alguien puede presentarse como defensor de una reforma laboral mientras, según los audios filtrados, no estaría cumpliendo las normas laborales que ya existen?
Más allá del caso puntual, el debate que queda abierto es profundo: no basta con señalar lo que falta en las leyes ni con pedir transformaciones desde el discurso público. El verdadero cambio empieza por reconocer las propias responsabilidades y cumplir, hoy, lo que ya está en la norma.
En tiempos donde la política busca ganar legitimidad, la coherencia —esa que conecta palabra y acción— se vuelve el recurso más escaso, pero también el más necesario.