Hablar de Jaime Lombana no es simplemente repasar un currículo brillante, aunque lo tiene de sobra, sino entender el peso que puede tener un abogado en la vida institucional de un país. En un escenario como el colombiano, atravesado por tensiones políticas, conflictos judiciales y una opinión pública intensamente activa, Lombana no ha sido un actor más, ha sido protagonista, estratega y voz de referencia.
Durante décadas, su nombre ha estado vinculado a algunos de los casos más complejos y sensibles del país. Pero no desde la estridencia ni el espectáculo, sino desde la solvencia jurídica, el rigor técnico y una habilidad casi quirúrgica para leer el pulso del momento.
Su participación en la defensa del expresidente Álvaro Uribe Vélez, uno de los procesos judiciales más mediáticos y políticamente cargados en la historia reciente de Colombia, es apenas un ejemplo. No solo lideró una defensa jurídica sólida, sino que supo comunicarla, explicar el fondo legal sin caer en simplificaciones ni en el litigio mediático vulgar.
Lea también: Jaime Lombana le mete diente a la corrupción
La entrevista que concedió a la W Radio no fue una aparición más en medios, fue, sin exageración, una clase magistral de derecho penal. Escucharlo fue como estar en una cátedra abierta transmitida en vivo a todo el país. Con un tono firme pero pedagógico, explicó conceptos como el dolo eventual, las condiciones legales para una interceptación y el rol de las garantías individuales en un proceso justo. “Esta decisión restablece la confianza en las garantías individuales”, dijo al referirse al fallo del Tribunal Superior de Bogotá que absolvió al expresidente. Pero más allá de la frase, lo que dejó fue una lección, el derecho se puede pensar con precisión sin dejar de hablarle a la gente.
Su carrera no se ha limitado a los estrados. Ha sido un constructor de opinión jurídica, un impulsor de espacios académicos como las Jornadas Internacionales de Derecho Penal de la Universidad del Rosario y un formador de generaciones de penalistas. Pero, quizás más relevante aún, ha sostenido una línea ética y profesional en contextos donde muchos optan por el silencio o el cálculo.
Su labor en defensa de figuras públicas no le ha restado independencia ni criterio. Tampoco ha cedido a la presión de los titulares o la dictadura de las redes sociales. En cada caso, sea la defensa de un político, una empresa o un ciudadano anónimo, Lombana ha dejado claro que el derecho penal no es un espectáculo, sino una herramienta delicada que debe usarse con responsabilidad.
En tiempos donde la figura del abogado penalista puede confundirse con la del opinador de turno o el gestor de intereses, Jaime Lombana sigue encarnando una idea más exigente y menos complaciente, la del jurista que no solo conoce la ley, sino que la piensa, la comunica y la defiende incluso cuando no es popular hacerlo.
