En Bogotá las políticas de seguridad urbana han venido reproduciendo lógicas excluyentes que estigmatizan a la juventud y restringen su goce y disfrute del espacio público. Bajo el discurso del orden, la mejora de la convivencia ciudadana y el control, se han implementado medidas que refuerzan una visión punitiva de la seguridad. Esta perspectiva, materializada en el actual Plan Distrital de Desarrollo y sostenida por gobiernos anteriores, criminaliza la cotidianidad de las y los jóvenes de la ciudad, reduciendo su derecho a habitar la y a participar en su transformación. En este sentido, resulta imprescindible avanzar hacia un modelo de seguridad verdaderamente democrático que reconozca a la juventud como actor político legítimo y no como amenaza. Esto implica desmontar las políticas de vigilancia selectiva, reformar estructuralmente la Policía Nacional en clave de derechos humanos y garantizar la participación efectiva de la juventud en la formulación de políticas públicas.
Uso del espacio público
Uno de los aspectos más preocupantes de esta visión de ciudad es la creciente estigmatización de la juventud y su relación con el espacio público. La seguridad se concibe desde un enfoque punitivo, reforzando la percepción de que los jóvenes, los trabajadores de la economía popular y los artistas son una amenaza para la convivencia, en lugar de reconocer su papel en la construcción de una ciudad diversa y democrática.
Entre las políticas implementadas, esta Administración prioriza estrategias orientadas a mejorar la convivencia ciudadana, promoviendo el diálogo social y una cultura de resolución “pacífica” de conflictos. Sin embargo, el problema radica en que la percepción de mejora en la seguridad depende, en gran medida, de la capacidad de la Policía para restringir el uso de parques, canchas y demás espacios públicos por parte de los jóvenes, lo cual da continuidad a lo establecido en el Decreto 119 de 2022, expedido durante la Administración de la exalcaldesa Claudia López.
El Decreto 119 de 2022 incorpora medidas transitorias y preventivas orientadas a preservar la seguridad y el orden público. Entre sus disposiciones se incluyen restricciones a la circulación en motocicleta, limitaciones al uso de parques, corredores ambientales y plazas urbanas (especialmente en horarios nocturnos, prohibiendo la permanencia y concentración de personas después de las 10 p.m.), así como restricciones en los horarios de expendio y consumo de bebidas alcohólicas, entre otras. Varias de estas medidas continúan vigentes, ya que, según la actual Administración, persisten las condiciones que motivaron su adopción, particularmente en zonas donde se comercializan bebidas alcohólicas. En estos lugares se siguen registrando altos índices de homicidios, lesiones personales, riñas y hurtos.
Esto sugiere que las políticas centradas en la persecución y restricción del uso del espacio público no necesariamente representan la solución más efectiva para reducir los niveles de inseguridad en la ciudad, por el contrario, limitan su goce y disfrute por parte de la ciudadanía. En lugar de ello, el enfoque debería dirigirse hacia la promoción del consumo responsable de bebidas alcohólicas, así como de sustancias psicoactivas, y al fortalecimiento del control sobre los establecimientos y zonas de expendio y consumo de alcohol (ZEECA). Dicho control debe ir más allá de la simple limitación de horarios, e incluir acciones integrales que aborden de fondo las dinámicas que generan estos fenómenos.
Además, es fundamental que las estrategias de seguridad se enfoquen en combatir el narcotráfico que opera dentro de los territorios, el cual no necesariamente está relacionado con el uso del espacio público, sino con estructuras de crimen organizado. Un caso que ilustra esta problemática es el de Camila Ospitia y Camilo Sánchez, asesinados el pasado 15 de agosto de 2024 en la localidad de Bosa por una banda de narcotráfico conocida como “Los Patacones”. Ambos se destacaban por su firme oposición al expendio de drogas en el territorio y por promover el consumo consciente y responsable. Si las autoridades hubieran respondido oportunamente a las denuncias y alertas de la juventud sobre la creciente presencia de bandas delincuenciales en Bosa, esta tragedia podría haberse evitado.
Protesta social
En materia de protesta social, la Administración de Carlos Fernando Galán ha propuesto la creación de mecanismos para identificar escenarios de conflictividad y así implementar acciones de intervención frente a posibles factores de riesgo. No obstante, estas iniciativas parecen orientarse más hacia la deslegitimación de la movilización ciudadana y la implementación de estrategias de dispersión, en lugar de atender las causas estructurales que motivan las protestas. Estos abusos se presentan con mayor frecuencia durante las manifestaciones sociales, especialmente contra jóvenes, quienes han sido protagonistas de movilizaciones alrededor de problemáticas como el desempleo, las barreras en el acceso a la educación, la falta de acceso a espacios culturales, entre otras.
En cuanto a los abusos de autoridad, las cifras reflejan una preocupante persistencia y, en algunos periodos, una agudización de la violencia policial en Colombia. Según datos de Medicina Legal, entre 2017 y 2019 se registraron 39.613 casos de violencia física. En 2020, en plena pandemia, se reportaron en promedio 8,2 casos de violencia policial por semana. La situación se agravó en 2021, en solo tres meses del Paro Nacional se documentaron más de 5.000 hechos de este tipo de violencia en todo el país. En 2022, se registraron 341 casos que dejaron un saldo de 552 víctimas. Estas cifras evidencian que la violencia institucional no solo ha sido sostenida en el tiempo, sino que ha cobrado un número significativo de víctimas, muchas de ellas jóvenes.
En el caso de Bogotá, desde la implementación en 2021 de la Ruta de Atención a Víctimas de Presunto Abuso de Autoridad por parte de la Fuerza Pública, los registros oficiales muestran una tendencia igualmente preocupante: 319 casos reportados en 2021, 496 en 2022 y 250 en 2023. La mayoría de las víctimas continúan siendo jóvenes, lo que refuerza la necesidad de fortalecer los mecanismos de prevención, atención y sanción frente a estos hechos, así como de garantizar una protección efectiva del derecho a la protesta y del uso legítimo del espacio público.
Política anticipatoria del delito
Finalmente, la actual Administración ha planteado una estrategia de seguridad basada en una lógica “anticipatoria” para prevenir el crimen mediante el uso de tecnologías como la inteligencia artificial. Entre estas medidas se destaca el fortalecimiento del sistema de videovigilancia de Bogotá, el cual busca identificar, con base en ciertos patrones, a poblaciones consideradas de “mayor riesgo” de incurrir en conductas delictivas o violentas contra la ciudadanía y la infraestructura urbana, con un enfoque claro hacia poblaciones en quienes recae mayoritariamente la estigmatización, como los jóvenes, personas en habitabilidad de calle y migrantes.
Además, para fortalecer esta visión anticipatoria del delito, se están incorporando mecanismos colaborativos de “empoderamiento ciudadano”, que fomentan la creación de redes de seguridad entre la comunidad y cuerpos civiles no armados, así como la incorporación de policías y militares retirados. A partir de esto, se están conformando los frentes de seguridad o los famosos Guardianes del Orden, para apoyar a la Policía en tareas de mediación y prevención de delitos.
Esta situación plantea riesgos significativos para la juventud en términos de control social y exclusión, al reproducirse lógicas de vigilancia selectiva. Bajo el discurso del “buen uso” del espacio público, se corre el riesgo de restringir su apropiación, lo que puede derivar en la implementación de prácticas de tipo paramilitar dentro de los barrios. Estas dinámicas tienden a estigmatizar a la juventud, como ocurrió con el caso de Alexander, un joven skater que el pasado 3 de abril fue herido de bala mientras practicaba deporte en uno de los parques de la Ciudadela Colsubsidio. Según su testimonio, varios residentes del sector venían amenazando al grupo de skaters por utilizar el parque, acusándolos de ser un foco de inseguridad en el barrio. En esa misma línea, se han recibido múltiples denuncias sobre cómo algunos frentes de seguridad en la localidad de Suba se han armado y han proferido amenazas contra jóvenes que hacen uso del espacio público, asociando su presencia con criminalidad.
En este sentido, los Guardianes del Orden, los frentes de seguridad o las denominadas “redes colaborativas” de seguridad no deberían concebirse como una extensión de la Policía, ni como un mecanismo para suplir las limitaciones de la institución para garantizar la adecuada seguridad en la ciudad. Por el contrario, el trabajo articulado en los territorios debe partir del reconocimiento del papel activo de la ciudadanía y estar respaldado por garantías institucionales que aseguren su autonomía, protección y participación efectiva en la formulación e implementación de las políticas de seguridad.
Nuestra apuesta
En Bogotá, las y los jóvenes han sido sistemáticamente estigmatizados y tratados como una amenaza para la seguridad, en lugar de ser reconocidos como actores fundamentales en la transformación social. Las políticas de vigilancia, represión y control del espacio público, sumadas a la precarización de sus condiciones de vida, limitan profundamente su participación en la vida urbana. Esta criminalización de la juventud no solo es injusta, sino que también resulta ineficaz frente a los verdaderos problemas de seguridad que enfrenta la ciudad, como la expansión del crimen organizado y la falta de garantías para una convivencia pacífica.
Para ello, es imprescindible promover una reforma estructural de la Policía Nacional y del enfoque de seguridad urbana, retomando iniciativas realizadas por las organizaciones sociales hacia una reforma integral de la Ley 63 de 1993, planteando una contraposición al modelo actual de la Policía Nacional, para transformar su uso y garantizar que su función como órgano civil se base en el respeto y la protección de los derechos fundamentales.
Esta transformación debe incluir el desmonte definitivo del ESMAD (hoy UNDMO), la implementación efectiva de normativas que protejan el derecho a la protesta y la eliminación del servicio militar obligatorio como forma de control sobre la juventud. Bogotá necesita construir una política de seguridad basada en la dignidad, la inclusión y el reconocimiento de los jóvenes como sujetos políticos y ciudadanos plenos, capaces de habitar y transformar su ciudad.
En este contexto, resulta urgente cuestionar la criminalización de la vida juvenil y reivindicar el derecho de todos los ciudadanos a habitar y disfrutar la ciudad sin ser señalados ni excluidos del acceso a la misma. Una Bogotá verdaderamente incluyente debe garantizar que los bienes comunes sean accesibles para todos y que las políticas públicas promuevan la dignidad y la participación, en lugar de reforzar barreras basadas en prejuicios y desigualdades estructurales.