
Miguel Uribe no era solo un senador, ni solo un político con aspiraciones presidenciales. Era un hombre joven, con una convicción férrea en sus ideas y una energía que no conocía pausas. Formado en derecho, apasionado por el servicio público, había construido su carrera desde la cercanía con la gente y la claridad de que la política debía servir para transformar, no para dividir.
Su voz se escuchaba fuerte en el Congreso, en debates donde defendía con vehemencia lo que creía correcto, pero también en las calles, donde buscaba escuchar a quienes no pensaban como él. En tiempos de trincheras ideológicas, Miguel era de los que se atrevía a cruzarlas.
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El 7 de junio, la violencia que carcome a Colombia, intentó silenciarlo para siempre. Un atentado lo dejó gravemente herido. Pero Miguel no cedió. Resistió dos meses en una lucha contra la muerte que fue tan dura como la que dio toda su vida contra la indiferencia y la injusticia. Entre cirugías, cuidados intensivos y noches infinitas, se aferró a cada minuto con la fuerza de quien todavía tiene mucho por decir y por hacer en nuestro país.
Tenía 39 años. Una esposa, una familia conformada por cuatro hijos y un equipo que creía en su liderazgo. Un país que lo escuchaba —y otros que lo debatían con dureza—, pero que ahora no podrá volver a oírlo.
Su partida hoy no es solo la historia de un hombre que pierde la batalla. Es la de un país que sigue perdiendo voces valientes, ideas en construcción y futuros posibles. Miguel Uribe no cayó en medio de la indiferencia; cayó en medio de un país que mira, pero no siempre reacciona, que llora, pero no cambia.
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En estos dos meses de lucha, Miguel Uribe encarnó la palabra resistencia. No fue solo resistencia física ante las heridas, sino resistencia ante la idea de que la violencia pueda definir el destino de Colombia. Su vida, truncada por las balas, nos obliga a preguntarnos hasta cuándo permitiremos que la política se juegue con la sangre.
Miguel Uribe se va, pero deja una huella que no debería borrarse con el siguiente titular. Porque cada vez que un colombiano cae, por pensar distinto, lo que se derrumba es un poco más la posibilidad de un país en paz.