Colombia atraviesa una transformación profunda en materia de seguridad. No es una afirmación absoluta: es la percepción común de autoridades locales, organizaciones sociales y reportes de terreno que coinciden en señalar un fenómeno que se ha venido consolidando en distintas regiones del país.
Ese fenómeno, según estas fuentes, no es la expansión de un solo actor, sino el reacomodo simultáneo de múltiples economías ilegales —minería ilegal, contrabando, narcotráfico diversificado, tráfico de migrantes, extorsiones— que han configurado nuevas presiones sobre municipios enteros.
Lo que se siente en los territorios no siempre aparece en Bogotá, pero determina la vida cotidiana de miles de colombianos.
Un poder fragmentado, no necesariamente visible
Distintas autoridades locales han señalado que en varias zonas del país operan estructuras armadas ilegales con capacidad de imponer reglas, horarios, controles y restricciones.
No se trata de afirmar quién controla, sino de reconocer que existen reportes coincidentes sobre:
- Presencia de grupos armados
- Disputas por rentas ilícitas
- Tensiones entre estructuras
- Efectos directos en la movilidad, economía y seguridad de las comunidades
Lo que antes era dominio de un solo actor, hoy parece ser —según informes territoriales— un mosaico de poderes ilegales con alcance distinto y dinámicas propias.
Un narcotráfico que ya no depende solo de la coca
La discusión pública continúa centrada en las hectáreas de coca, mientras que análisis de expertos, informes de organismos oficiales y estudios académicos muestran que la economía criminal se ha diversificado:
- Minería ilegal con alta rentabilidad
- Rutas más pequeñas y móviles
- Enclaves de producción discreta
- Nuevos corredores marítimos y fluviales
- Aparición de mercados ilícitos alternos
Esto no es atribuir responsabilidad directa a un actor específico: es reconocer que el fenómeno criminal mutó, y que varias regiones lo sienten con fuerza.
Territorios en alerta, instituciones bajo presión
En numerosos municipios —según gobernaciones, alcaldías y líderes comunitarios— hay tensiones sobre la gobernabilidad, especialmente en zonas rurales donde la presencia institucional es limitada.
No se trata de afirmar que existe una captura generalizada, sino de subrayar que hay alertas reales sobre:
- Funcionarios que trabajan bajo presión,
- Poblaciones que modifican su vida cotidiana por miedo,
- Disputas territoriales entre actores ilegales,
- Una democracia local que enfrenta condiciones adversas.
La mayoría de los territorios resiste. Pero esa resistencia se da, muchas veces, sin la atención necesaria del nivel nacional.
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Juventud sin Estado, pero con ofertas prohibidas
En zonas apartadas, organizaciones sociales han advertido que muchos jóvenes reciben ofertas de economías ilegales antes de recibir oportunidades del Estado.
No significa que todos se vinculen, pero sí que la presencia estatal llega tarde o llega poco, mientras las estructuras ilegales operan de manera constante.
Es un riesgo generacional, no un señalamiento individual.
El gobierno entre la intención y la realidad
La política de diálogo y negociación enfrenta un desafío enorme: en varios territorios —según reportes públicos— los actores armados continúan expandiéndose, reacomodándose o fortaleciendo economías ilícitas, incluso en medio de conversaciones o ceses de hostilidades.
Esto no invalida la búsqueda de paz, pero obliga a un diagnóstico riguroso: la realidad territorial no siempre coincide con el discurso nacional.
Lo que está en juego
La pregunta central no es quién tiene la culpa. La pregunta es qué país estamos dejando crecer en silencio.
Hoy está en juego:
- La capacidad del Estado de ejercer autoridad democrática,
- La posibilidad de proteger a las comunidades,
- La presencia institucional más allá de las capitales,
- La urgencia de reconocer un fenómeno que no es coyuntural, sino estructural.
Nombrarlo no es acusar, nombrarlo es entender por dónde se está moviendo el país. Y Colombia necesita comprender su propio mapa antes de perderlo.
